Cantaba Tom Bombadil en una de sus letras más conocidas lo siguiente: “Vivimos en Castellón, que desesperación, los bares cierran todos muy temprano, no se puede salir no tienes donde ir, por que el alcalde así lo ha ordenado”. Pues bien, hubo una época, concretamente unos días durante el año 1808, en los que la fiesta estuvo garantizada durante las 24 horas en la capital de la Plana, y lo fue así por decreto.

Hay que remontarse a los comienzos del siglo XIX, cuando José Bonaparte es nombrado rey de España. Bajo el brazo llevaba una constitución redactada en Bayona que tenía más que ver con los sistemas del antiguo régimen, que con las libertades decretadas en la carta magna de la revolución francesa.

El rechazo que producía el hermano de Napoleón provocó que entre el 22 y 23 de mayo la insurrección se inflame en Cartagena, formándose la primera junta general de gobierno. Tras el exaltado ‘crit del palleter’ del 23 de mayo se constituye en Valencia la junta suprema de la capital como órgano depositario de la soberanía, que tiene potestad de reclutar tropas y declarar la guerra.

La asamblea valenciana envió emisarios a Castellón y Segorbe para provocar su levantamiento. La respuesta no se hizo esperar, puesto que el 25 de mayo el consistorio se autoestablecía como junta local, dependiente de la capital de la región. Esta acción se extendió a otras áreas como Peñíscola o Morella, que no actuaban como representantes de la corona, sino del pueblo, no admitiendo así el gobierno de un rey foráneo.

Con la independencia nacional amenazada, en Castellón se sumó a la exaltación en el día 30, primeramente en la plaza Mayor ante una numerosísima representación de ciudadanos del entonces idolatrado Fernando VII como rey de España. A todos los franceses que habitaban la localidad se les cogió prisioneros y se les trasladó a Valencia, donde se tuvo un trato muy violento con ellos, hasta el punto que muchos perdieron la vida ante la turba exaltada.

Asesinato en el Ayuntamiento

El corregidor Lobo vio cómo llegaron a Castellón soldados enviados desde distintos puntos de la provincia y de Valencia, que partirían posteriormente a Segorbe. Las ideas teóricamente afrancesadas de Pedro Lobo y su nepotismo colmó la animadversión contra el político, hasta el punto que muchos castellonenses le acusaron de connivencia con los invasores. Aprovechando la salida de la milicia, un sector del pueblo se insubordinó y tras destituir la junta local fue a la residencia del gobernador, quien, por su seguridad, se refugió en el Ayuntamiento. Tras asesinar la turba a Félix Giménez, labrador acomodado y amigo de Lobo, que había intentado disuadir a los amotinados de sus propósitos homicidas, entraron en el Ayuntamiento de Castellón, donde cosieron al gobernador a puñaladas, bajándolo a rastras por las escaleras y dejando su cuerpo ensangrentado en medio de la plaza.

Triunfantes tras estos crímenes, los autores del tumulto, dueños ya del campo, soltaron a todos los presos de la cárcel, saquearon el palacio episcopal, abrieron toda la correpspondencia en la estafeta de correos y nombraron como gobernador al jornalero Andrés Alcón, uno de los más perversos amotinados, quien emitió bandos prohibiendo salir a nadie de la ciudad y ordenando que las tabernas estuviesen abiertas a todas horas.

Finalmente, procedentes de Valencia, cien soldados de la guardia apresaron a más de 30 de los amotinados que asesinaron al gobernador Lobo, plantando un cadalso en la plaza Mayor para ajusticiar a los que fueran declarados culpables. La junta local recuperaba, definitivamente, la situación de gobierno de la ciudad, pese al aciago panorama bélico que la envolvía.

Un detalle significativo, que se mantuvo durante casi medio siglo, fue la presencia de una mano mutilada, suspendida en los arcos de la casa consistorial de Castellón, que por mandato de la Capitanía General de Valencia recordaba, con esa imagen tan truculenta, el brutal asesinato del gobernador Lobo y la posterior apertura de las tabernas de forma ininterrumpida.

Fuente: 'Crónica de Castellón' de Tonico Gascó