¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», decía Marie-Jeanne, esposa del revolucionario francés Jean Marie Roland, camino de la guillotina. Desde entonces --y desde antes-- con deber ser la libertad un término absolutamente idéntico para todos, la práctica muestra que, muchas veces, no es así. De ahí las discrepancias e interpretaciones diversas e interesadas, olvidando que la libertad es algo que se conquista.

Pero otro problema, independiente del concepto que se tenga, es la manera de decirlo, sobre todo en lo que llamamos libertad de expresión, contemplada en legislaciones mundiales. En virtud, pues, de esa libertad se expresan opiniones diferentes, aunque, por algunos, con palabras malsonantes o con lenguaje grosero, inscritas en la vulgaridad o la ordinariez, que ofenden a buena parte de la ciudadanía. A veces con machismo exacerbado, xenofobia encubierta o insultos o blasfemias.

POR SUPUESTO, libertad de expresión sí, pero expresada con corrección y evitando la ofensa. ¿Por qué seguimos usando aquello de «una merienda de negros», «una judiada», etc.? ¿O atentar contra las creencias y valores? ¿Libertad de expresión…?

He leído en algún sitio (perdón por el «plagio») que «hace falta agua y jabón para limpiar la boca». De expresiones ideológicas, legítimas, derivamos a patologías psicológicas: léase coprolalia, por ejemplo, lenguaje sucio y soez que hiede, apesta.

*Profesor