El domingo pude asistir a la apertura de la temporada operística en el Palau de les Arts de Valencia, a contemplar una de las operas más populares como es La bohème de Puccini. Una pieza de indudable tirón popular, como lo demostraba el lleno absoluto que registró el teatro en todos los aforos. También el hecho de que las localidades fueran más económicas permitió el acceso a un público que no es el habitual. Bien haya que el público no habitual se interese por una de las representaciones culturales más significativas de la historia, pero, como todo, la ópera tiene su liturgia y esta, como cualquier otro espectáculo, hay que respetarla.

Viene esto a cuento por la premura de muchos asistentes en aplaudir cuando el director está aún con la batuta en alto y faltaban dos compases para concluir la obra. Cuando en una de las escornas más conmovedoras del repertorio operístico Mimí muere y su enamorado Rodolfo percibe su pérdida, emite el nombre de su amada en dos ocasiones con desahuciado desgarro. La orquesta en solitario en los seis compases que concluyen la obra, retoma el tema de amor del último acto y en los tres últimos el grito sonoro de la centuria se vuelve un susurro (la partitura pasa de dos ff a cuatro pppp) hasta que el silencio (metáfora sonora de la muerte) se hace presente. Y es que el silencio también es música.

Pues no señor, los aplausos empezaron, casi inmediatamente después del forte, cuando la partitura empezaba a marcar dos pp y nos dejó a los embelesados adictos a la emoción sin poder degustar las pppp que cierran una de las melodías más líricas del repertorio escénico musical. Hay veces que los aplausos rompen la magia. H