La historia es, y no puede dejar de ser, un proceso colectivo de aprendizaje. Aprendemos de nuestras experiencias. Muchas veces no hacemos caso y volvemos así a la casilla anterior, generalmente a una situación peor. A pesar de ir a trancas y barrancas, aprendemos. Este aprendizaje histórico se refleja en nuestra cultura, en las palabras y valores con los que nos entendemos y construimos la sociedad. Esto es lo que ocurre con las palabras justicia o democracia. Las palabras son almacenes de aprendizaje, no pueden significar cualquier cosa.

Hace unos días tuve la suerte de compartir una conferencia con el profesor Pedro Barceló. Explicó qué había pasado con la democracia en las polis griegas, en la república romana o, ya en nuestros días, en la república de Weimar o en la española. En todas ellas aparecen una serie de factores que explican su decadencia y desaparición, entre ellos, la ausencia de valores compartidos y las desigualdades sociales. La ignorancia y la avaricia no encajan en ningún carácter democrático. Si no queremos repetir la historia, si no queremos un demos vulgar y resentido, tendremos que saber educar y repartir bien las cargas y beneficios. No nacemos buenos o malos ciudadanos, ni honrados o sinvergüenzas. Nos hacemos. Seguimos empeñados en ignorar la importancia de una educación democrática y el valor de una distribución justa. Solo tomando las riendas de una educación cívica y solidaria que enseña primero a cooperar y compartir y, solo después, a competir, mejoraremos nuestra democracia. Ni la tradición picaresca ni la corrupción están en nuestros genes.

*Catedrático de Ética