Este domingo se celebra el día internacional de los derechos humanos, recordando la fecha en que se firmó la Declaración Universal. Muchos piensan que de poco sirven, que son una pérdida de tiempo, o, incluso, una pantalla para esconder la injusticia. Pero están equivocados.

Si recuerdan, se firmaron en 1948, reconociendo entre todos los países la igual dignidad de las personas, que solo ellas tienen valor y no precio, que son fines y nunca medios, como diría Kant. Habíamos pasado por la barbarie nazi, por la negación de humanidad para una parte de la misma. Los derechos humanos instauraban aquello que podemos denominar, siguiendo a Ortega, la altura moral de nuestro tiempo, la brújula que nos indica el norte de la igual dignidad, hacia dónde debemos ir. No representan los sueños visionarios de cuatro intelectuales, sino las condiciones universales e indispensables necesarias para ser persona y llevar adelante una vida digna, más allá de culturas, religiones o estados.

Sin este listado de expectativas, de exigencias recíprocas, no sabríamos si la sociedad avanza o retrocede, si mejoramos o empeoramos. Una prueba de que no estamos hablando de ideales sino de realidades, es la indignación que sentimos ante su incumplimiento, ante los salarios miserables que solo producen pobreza y esclavitud, por ejemplo. Estos derechos morales están incrustados ya en nuestra forma de ser y ver el mundo, de entender nuestras democracias. Como derechos fundamentales, son el único incondicional que existe en nuestra Constitución.

*Catedrático de Ética