Podría haber sido una auténtica revolución para la economía, una transformación radical de nuestra forma de vivir y trabajar. Piensen por un momento que no sea necesario adquirir un bien para poder disfrutarlo, que si queremos ir a tal o cual sitio solo es necesario decirlo para poder compartir el coche o la casa para nuestras vacaciones. Una economía basada en la ayuda mutua, en la reciprocidad. Internet permite que esta coordinación sea posible en todo momento y lugar del mundo. El poder de la sociedad civil en toda su expresión.

Pero esta revolución ha quedado en nada o, peor aún, en una nueva forma de explotación laboral y destrucción de empleo. Por no hablar de la ruina de los barrios tradicionales y, con él, del derecho al descanso de sus vecinos. En vez de una economía participativa hemos logrado una nueva forma de capitalismo, el capitalismo de plataformas, que está minando sectores como el transporte o el turismo. Se abaratan los precios, sí. Pero mientras estas plataformas, ya compradas por las multinacionales, valen miles de millones, se deterioran las condiciones laborales y se fomenta el fraude fiscal. Pregunten dónde pagan sus impuestos.

Es urgente una regulación jurídica que trate por igual a unas empresas y otras, que integre esta nueva economía en nuestro estado social de derecho. Pero más urgente aún es comprender que el intercambio entre iguales no debe ser un negocio y que los negocios solo son legítimos si todos acaban ganando. También aquellos que no pueden negociar porque nada tienen para intercambiar.

*Catedrático de Ética