Vivimos en un mundo ruidoso: ruidosas calles, ruidosos hogares, ruidosas palabras. No imagino un mundo sin ruidos, pero sí anhelo al gran ausente, que es el silencio. A veces, este deseo es más intenso cuando oigo vociferar a esos supuestos oradores que para decir alguna cosa cuelgan el grito en sus bocas, al estilo de Munch, y asordan nuestros receptores, rompiendo el plácido silencio que tan vehementemente esperamos. Para ellos parece que la razón exige el grito cuando la verdad es que la sola razón convence, sin gritos.

Pero el silencio es ambivalente: tan pronto lo necesitamos para vivir y reflexionar como se convierte en cómplice de nuestras acciones. En el primer caso, nos aporta la condición para meditar en la algazara del día o en la calma de la noche; en el segundo, romper el silencio significa enfrentarse con la existencia y denunciar la maldad, pues aquel parece aguardar una respuesta. A veces, cuando deambulo por las calles (u oigo a los oradores), el aire enrarecido de las voces y de los ruidos me empuja hacia la búsqueda del silencio, en ocasiones infructuosamente. Lo busco como en el desierto se busca el oasis para calmar la sed y encontrar el descanso. Es el reencuentro consigo mismo en donde el silencio deja oír el latido del corazón. Es el diálogo yo-conmigo, una terapia eficaz. Mientras, el silencio espera quedamente nuestras más secretas confidencias.

*Profesor