En calles céntricas de las capitales no es difícil encontrar signos palpables de mendicidad con diversas modalidades, pero con iguales fines: uno aparece tocando un instrumento, otro está acompañado por un perro; alguno sentado o tumbado en la dura acera y, si es posible, junto a un centro comercial o religioso. Son los pobres que llevan consigo su historia, la historia de su desgracia, una inverosímil y alguna más creíble. El viandante, muchas veces, no sabe qué hacer: si le da una limosna, aunque escasa, favorece la mendicidad; si no le ayuda, uno se siente incómodo. Le queda el recurso de aconsejarle un centro de apoyo… aunque parece decirte que lo que él o ella necesitan no son consejos, sino ayuda material.

Las historias de su vida son, a veces, conmovedoras: una desgracia familiar, carencias formativas, desempleo, circunstancias críticas, enfermedad, y otras situaciones inconfesables. No tienen casa, muchos de ellos, ni familia ni trabajo ni posibilidades; incluso se habla de un vacío espiritual, que también es un modo de pobreza. Escuchar su relato es descorazonador. Es cierto que hay centros de ayuda, bien institucionales, bien de otras entidades, pero resultan insuficientes. Ello, sin embargo, no justifica por nuestra parte sentir lo que Adela Cortina llama aporofobia, aversión a los pobres, sino más bien comprensión del fenómeno para colaborar en él.

*Profesor