Dentro de cuatro días resonará el grito bíblico del «hosanna» en el Domingo de Ramos. El pueblo aclama a su rey con aquella conocida exclamación de júbilo y alabanza, extendiendo sus mantos por el camino y cortando ramas de los árboles para su paso. Todo es alegría y efusión por parte de un numeroso gentío en Jerusalén.

Hoy, y desde hace siglos, un hosanna análogo resuena en muchos ámbitos políticos, ciudadanos; con falsas alabanzas, muchas veces, o con cierta convicción, más escasa, en otras. Y es que la autoridad oficial, natural o impuesta, tiene un poder de seducción inefable.

Cuatro días más tarde de aquel hecho histórico se pasó de la alegría a la tristeza, del gozoso hosanna al triste suplicio. Se acallaron los gritos enfervorizados de la gente y se trocaron en condena y desprecio. Hoy, salvando las distancias, también en determinados círculos humanos el fenómeno se repite. De la sumisión y servilismo, muchas veces, se pasa, en falaz movimiento pendular, al rechazo y al menosprecio en un alarde de ingratitud.

Uno, que ya cuenta los años por décadas, ha visto cómo el fenómeno no cesa, se repite. Altas torres se mantienen enhiestas, pero prestas a su caída, provocada, en ocasiones, por aquellos que las levantaron o sostuvieron. Y es que la ingratitud es el peor (o uno de los peores) defecto de los humanos.

*Profesor