La semana pasada asistí a una cata de vinos del terreno (por cierto excelentes) que, como suele ser habitual, fue motivo de diálogo sobre la historia en el área valenciana del fruto de la vid.

Recordé a mis contertulios de la degustación que la presencia de las colonizaciones del hierro, marítimas y continentales, impulsaron desde el siglo VI a. C, en gran manera, el nacimiento y desarrollo de la cultura autóctona de los iberos. Con ellos comerciaron griegos y fenicios, cuyas ánforas y vasos cerámicos, ubicados en el Museo de Bellas Artes de Castellón y otros de ciudades cercanas, revelan un trueque muy activo. Los productos más habituales importados eran el vino y el aceite, las salazones (entre ellas el apreciado «garum» o pasta de pescado macerada) vajillas de lujo y elementos de adorno para los tocados y vestidos. A cambio, los comerciantes cargaban cereales, metales y sal.

El vino y el aceite comenzaron a elaborarse en estas latitudes en torno los siglos VI y V a. C., aunque en particular en Castellón se documenta su producción en los siglos III y II a. C. tiempo que supuso una importante expansión para la cultura ibérica. Un detalle significativo es que las monedas fueron extranjeras hasta el siglo III a. C. en que, en Sagunto, (localidad cuyos caldos ya eran alabados por Juvenal) comienzan a acuñarse las autóctonas. Desde hace poco más de 100 años, se hallan documentadas en excavaciones diversas piezas acuñadas en cecas ibéricas, cuyos motivos pueden reducirse a bustos, jinetes o delfines. Y es que, se mire por donde se mire, el vino es fuente de satisfacción para el paladar y los sentidos y de cultura. H