En estos días tan convulsos que vivimos uno experimenta un deseo de paz, de conciliación, de libertad y de solidaridad para todos los pueblos, puesto que la paz es un derecho --y un deber-- inherente a la dignidad humana. A ello ha contribuido igualmente la lectura que estaba releyendo de la Utopía de Tomás Moro, justamente cuando los utopianos dicen que abominan la violencia con todo corazón, mientras McLuhan defiende su «aldea global». Entre uno y otro me han dado la noche, es un decir.

Cuando estalla la violencia campa la tristeza y la desazón. La agresividad convertida en violencia es siempre mala compañía para la convivencia de los pueblos. Y, por ello, la agresividad en las llamadas sociedades civilizadas se convierte en nefasto recurso, no tan universal como parece al introducirse en la vía cultural.

EN LA antropología se estudian casos singulares que, de alguna manera, se contraponen a la supuesta universalidad. No es que la agresividad no sea universal, sino que determinadas sociedades aprenden a inhibirla. Tenemos ejemplos sobrados: los san (impropiamente llamados bosquimanos) de Kalahari, los lapones del Tibet, los arapesh de Nueva Guinea, ciertos pigmeos, etc., que son competentes para manejar correctamente su natural agresividad.

Y nosotros, los civilizados, muchas veces no somos capaces de resolver pacíficamente los problemas, ignorando lo que decía Gandhi: «la paz es el camino».

*Profesor