Durante el otoño-invierno de 1513, Nicolás Maquiavelo (1469-1527), diplomático, filósofo y jurista, historiador y escritor, que había intervenido activa y brillantemente en la política de su país, la República de Florencia, tras la caída de ésta con el regreso al poder de los Médicis y bajo la acusación de haber conspirado, se retiró decepcionado a su casa de campo cercana a la ciudad, donde escribió un pequeño tratado, ‘El Príncipe’, que no fue publicado hasta 1532 y que dedicó a Lorenzo de Médicis.

Ahora se cumple el quinto centenario de la aparición de ‘El Príncipe’, una especie de manual de autoayuda con sabios consejos para gobernantes --género frecuente en el Renacimiento--, que llegó a estar incluido en el índice de libros prohibidos por la iglesia católica y fue leído y apreciado por muchos ilustres estadistas posteriores, entre ellos Napoleón, cuyos comentarios al texto, publicados a pie de página en algunas ediciones, no tienen desperdicio.

El contenido de esta obra gira en torno al poder: formas de adquirirlo y de perderlo, consejos para mantenerse en él, cualidades que debe poseer el gobernante o maneras convenientes de relacionarse con los cortesanos, con los gobernados y con los competidores o enemigos,…

realismo político

El método utilizado es el análisis crítico y objetivo de situaciones concretas como hace Aristóteles en su ‘Política’, pero sin situarse como éste en el terreno ético. Lejos de la utopía y de las teorías grandiosas, Maquiavelo parte de hechos antiguos para terminar analizando situaciones actuales, fruto de los ricos acontecimientos políticos que le tocó vivir como espectador privilegiado en la Italia renacentista. Se afirma que tomó como modelo a César Borgia y a Fernando el Católico.

Este afán por mantenerse en el plano de la experiencia, sitúa la obra de Maquiavelo dentro del realismo político. “Mucho debemos a Maquiavelo y a otros como él que escribieron sobre lo que los hombres hacen y no sobre lo que deberían hacer”, sentencia Francis Bacon un siglo después.

Esta visión realista de la historia aparece también en su concepto de la naturaleza humana. Maquiavelo ni la idealiza ni la denigra: no es mala ni buena; los vicios y virtudes se hallan desigualmente repartidos y el príncipe debe contar con esto si desea mantenerse en el poder, debe desconfiar siempre y, por si acaso, “ponerse en lo peor”.

El gobernante ha de saber utilizar bien los medios --las situaciones políticas-- para conseguir los fines, el principal de los cuales es conservar el poder aunque éste haya sido adquirido ilegítimamente por la fuerza o el azar. Lo importante es el éxito en la acción, sin temor a apartarse de los principios morales, si bien esto no se hará de forma ostensible: el engaño o la simulación están permitidos al que ejerce el poder. Naturalmente tal actuación finalista queda justificada por “razón de estado”.

Ayudarán al Príncipe en esta racionalización de la conducta dos elementos: su “virtú” --término no demasiado claro, mezcla de intuición lúcida o sentido de la oportunidad y de resolución firme o energía para llevar a término lo que el estado impone-- y la “fortuna” o azar, característica, en cambio, irracional.

La subordinación ilimitada de los medios a los fines ha propiciado la consideración de la doctrina maquiavélica como a-moral. Desde luego, la ética de Maquiavelo --no, por supuesto, referida al individuo, sino al hombre de gobierno-- tiene poco en común con la moral cristiana. De aquí ciertas connotaciones negativas de los términos “maquiavelismo” o “maquiavélico”. Sin embargo, como se ha dicho, la justificación de la amoralidad en el ejercicio del poder es la “razón de estado”; el príncipe está por encima de las reglas morales en uso si con ello favorece los fines del estado que es soberano y no reconoce leyes ni autoridad sobre él. En el fondo, Maquiavelo es un gran patriota al servicio del engrandecimiento de su República de Florencia.

Lo que en definitiva está fuera de duda es que Maquiavelo --con ésta y alguna de sus otras obras, principalmente los ‘Discursos sobre la primera década de Tito Livio’-- abre un nuevo camino para la ciencia y la práctica política: la idea del estado nacional, la soberanía absoluta del mismo, la valoración del republicanismo y de los principios estratégicos, etc., contribuyen a la sustitución de las formas políticas medievales por los estados de la época moderna.

Con razón se ha dicho que ‘El Príncipe’ junto con ‘El Contrato Social’, de Rousseau, y ‘El Espíritu de las Leyes’, de Montesquieu, son los grandes pilares de la nueva ciencia política. H