A Carlos González Espresati, le debo la posibilidad de haber estudiado la carrera que quise. También el que me diera las primeras nociones de preceptiva literaria y el que me abriera las puertas de la Sociedad Castellonese de Cultura, de la que era presidente, con la posibilidad de tratar a todas las ilustres personalidades que conformaban su junta.

A los 16 años conocí mis primeros amores. Mi generación tenía aun mucho de romántico y por ello no era extraño que dedicáramos a las muchachas de nuestros anhelos algún que otro poema (por supuesto al estilo de Bécquer) recibido por ellas con auténtico deleite y alguna que otra lágrima de ilusión en los ojos. A lo sumo un furtivo beso podía premiar la atención literaria.

En mi sexto curso de bachillerato ya no contaba con la presencia en el instituto de don Luis Revest (vuelvo a utilizar el tratamiento porque a ninguno de estos ilustres de la cultura local dejé de adjudicárselo y creo que los dejaría desnudos si no se lo confiriera) el gran amigo de mi abuelo, para que me orientara sobre la calidad de mis versos. Había muerto hacía pocos meses. Por ello, ni corto ni perezoso me dirigí una tarde a la casa de Don Carlos Espresati, frente al paseo de Ribalta.

RECTO, ESTRICTO Y MUY PULCRO

Don Carlos era el ingeniero director de la junta de Obras del Puerto, de la cual mi padre era secretario de la dirección facultativa. Tenía fama de recto, estricto y muy pulcro en sus apreciaciones. En la oficina se le tenía un respeto cerval, no solo por el cargo sino por su talento aristocrático de gran señor que, realmente, imponía.

Era una osadía por mi parte y bien que lo tenía en cuenta. El corazón me palpitaba muy fuerte cuando llamé al timbre. Una doncella con delantal, cofia y puños almidonados en las bocamangas que abrió la puerta. Con la voz entrecortada le dije: “Soy Antonio Gascó y quisiera ver a don Carlos”.

Mi apellido no era desconocido en aquella casa. Espresati, alto, enjuto de mirada penetrante y sagaz, cubierto por un elegante batín salió al vestíbulo y se extrañó de verme allí. Él pensó que era mi padre quien le visitaba.

Ante él desnudé mi condición de neófito poeta, requiriéndole su opinión sobre mis escritos, fusionada con el ruego de que me ayudase a mejorarlos. Pienso que le hizo gracia mi atrevimiento, que juzgó hasta un poco literario. Yo le entregué una serie de cuartillas introducidas en un sobre. Lo abrió y se puso a leer con atención. El semblante era serio, a veces una leve sonrisa se dibujaba en las comisuras de sus finos labios. Un silencio ominoso se hizo en la sala. Pasaron unos minutos que a mi me parecieron siglos.

De pronto, dejó el sobre encima de la mesa sobre la que, asimismo, depositó inmediatamente las manos. Me miró con una indulgencia afectuosa, como la que solía recibir de mis abuelos y me dijo, taxativamente, que mis poemas eran malos. Lo dijo sin ningún tipo de eufemismo: malos.

Mis ilusiones se derrumbaron como un castillo de naipes. Bajé la cabeza e iba a levantarme, cuando, con una sonrisa que a punto estuvo de convertirse en carcajada, Espresati añadió:”Eso no quiere decir que no tengan arreglo. Tienes ideas y rimas bastante bien. Veremos cómo podemos solucionar tus carencias”.

Fue el principio de una amistad para mi venerada que pronto se hizo entrañable. Casi todas las tardes, yo me acercaba por su casa a recibir ‘clases’ de preceptiva literaria de Don Carlos.

Mi padre, cuando se lo conté, se quedó lívido. “¡¡¡Qué!! ¡¡Qué has ido a ver a Don Carlos!!”.

Imagino que debió ser la influencia de mi prestigioso maestro la que medió en el jurado para que aquel mismo año se me concediera la Rosa de Oro en el Certamen Literario de las Fiestas de la Magdalena, galardón que revalidé al año siguiente.

Don Carlos hizo crecer en mí la ilusión por la literatura, y si cabe todavía más la tirria por las matemáticas, la química y la física que me veía obligado a estudiar en mi bachiller superior de ciencias, elegido por imperativo de mi padre que deseaba que yo fuera ingeniero de caminos.

De nuevo don Carlos actuó de ‘hada madrina’, convenciéndole de que me permitiera estudiar Filosofía y Letras en Valencia. Desde ese momento, la amistad y el afecto con el ingeniero poeta se incrementaron.

Nuestras reuniones eran muy frecuentes: en su casa, en el ‘bochinche’ como él llamaba al cenáculo de la Sociedad Castellonense de Cultura y siempre mi silencio era el referente de asumir todo cuanto de nivel cultural y científico, y alguna que otra humorada, que nunca faltaba, estaba en las conversaciones de aquellos eruditos a quienes el gracejo popular de Castellón denominaba ‘sabuts’ con una mezcla de respeto y afectuosa simpatía.

Don Ángel Sánchez Gozalbo, don Casimiro Meliá, don José Sánchez Adell, Don Manuel Calduch, a veces el pintor Porcar, Don Luis Sales Boli… que pronto ocuparan estas páginas, me acogieron con un singular afecto, demostrándome su generosidad y su talante bondadoso, tal vez por llegar de la mano de quien venía.

Junto al enciclopédico Carlos González Espresati, compartí numerosas experiencias literarias, culturales, históricas y musicales (porque no hay que olvidar que fue un gran aficionado a la música al extremo de presidir la Sociedad Filarmónica) que tendremos ocasión de narrar en otro momento, porque el personaje, ciertamente, da para mucho. H