El 2 de diciembre se cumplió el noventa aniversario del nacimiento en Nueva York de María Callas. Tal vez en el día de hoy aún podría estar viva. Algunos (pocos) colegas de su época lo están. La diva griega murió de amor. Fue en 1977, a los 53 años en su lujoso apartamento parisino. Su temperamento y su entregada pasión no soportaron saber que el naviero Aristóteles Onassis, el gran amor de su vida, iba a casarse con Jackie Kennedy. “No debo hacerme ilusiones, la felicidad no es para mí ¿Es demasiado pedir que me quieran las personas que están a mi lado?”, dijo en 1968, después de conocer la noticia de la boda del acaudalado naviero con la viuda del presidente de los EEUU.

Se sintió vilmente traicionada. El argumento tantas veces explotado por el melodrama y la ópera, hizo su efecto en la vida real. Ella, que en una acción digna de un argumento operístico había abandonado a su marido para seguir a su paisano multimillonario; ella que dejó perder su carrera desde 1962 para gozar de la felicidad junto al hombre que amaba. De hecho, los registros fonográficos posteriores a 1960 ya no presentan el nivel vocal y los recursos de los anteriores, mostrando un deterioro causado por el cada vez más frecuente relego de las tablas.

Mi padre tuvo el privilegio de conocerla (algo que siempre le envidié) cuando ofreció un recital en 1959 en el teatro del Liceo de Barcelona, en la única vez que actuó en España, merced a la relación con el barítono Manuel Ausensi, gran amigo del empresario del teatro de las Ramblas Joan Antonio Pamias que había logrado la hazaña de traer a la divina griega a la Ciudad Condal.

Me dijo que su presencia imponía. Su mirada era estremecedora. Parecía estar en actitud escénica. Tenía áurea, o por lo menos esas fueron las sensaciones que recibió ni padre al darle la mano.

Los grandes papeles trágicos en los que no tuvo rival y sigue sin tenerlo fueron Anna Bolena, Lady Macbeth, Norma, Medea, la Giocconda, Lucia, Violetta, o Armida, donde atacaba notas estratosféricas con tanta seguridad como brillo y mordiente vocal. De hecho, ella recuperó muchas de estas óperas que estaban en el ostracismo porque no había nacido en el siglo XX una soprano con sus condiciones para abordarlos

María Callas era el temperamento, la imaginación, la creación. Siempre sorprendente. Su voz (en esto la critica está de acuerdo) no tenía la belleza de su rival Renata Tebaldi, ni sus mórbidos pianos, pero tenía una extensión de tres octavas con unos graves tan soplidos y profundos como sus brillantes agudos que sobrepasaban el mi de la tercera línea adicional en clave de sol.

Pero por encima de lo poderoso de su voz estaba el temperamento, el carácter y, sobre todo, el sublime arte interpretativo. Callas era un animal escénico que incluso en sus grabaciones fonográficas revela la situación sobre las tablas. No hay más que visionar algunos de los escasos DVD que componen su filmografía (singularmente el dúo del segundo acto de ‘Tosca’ con Titto Gobbi) para darse cuenta hasta qué extremo era una gran actriz cantante o viceversa, siendo en ambos terrenos excelsa. H