Cuando le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1961 a Ivo Andric, el comité alabó en particular “la fuerza épica” con la que describió los destinos humanos afectados por la historia de su país, sobre todo en su obra Un puente sobre el Drina.

Andric nació en Dolac, en la región del valle de Lašva, región del cantón de Bosnia central, entonces parte del Imperio Austrohúngaro para más tarde ser yugoslava, luego pertenecer al territorio croata y volver a anexionarse nuevamente a Yugoslavia hasta que, finalmente, en 1992 proclamó su independencia, como República de Bosnia y Herzegovina. Un territorio convulso, siempre en conflicto, complejo hasta límites insospechados. Un territorio donde siempre ha existido una confrontación peligrosa entre religiones, etnias y nacionalismos. Un territorio en el que el dolor sigue estando muy presente. De ahí, quizá, lo de “la fuerza épica” de Andric, necesaria para intentar relatar mínimamente toda esa diversidad, esa incongruencia propia del fanatismo. Un puente sobre el Drina --publicado aquí por RBA-- es un clásico absoluto, una novela que supo reflejar a la perfección esa eterna confrontación. Publicada en 1945, la trama se desarrolla en la ciudad de Višegrad y su puente Mehmed Paša Sokolovic, sobre el río Drina. La historia abarca cerca de cuatro siglos, incluyendo periodos de dominación otomana y austrohúngara. No es gratuito que Andric eligiera un puente como centro de la acción. Era necesario para relatar el devenir de su país y retratarlo en su más pura esencia. Bosnia y, en general, todos los territorios de los Balcanes, se han desarrollado en una eterna dualidad. Oriente versus Occidente. El mundo musulmán versus el cristiano.

Dicen que Bosnia es una “tierra-puente”, un cruce de culturas que a lo largo de los siglos la ha atormentado pero también enriquecido. Suelo de nadie, suelo de todos, un escenario en el que la sangre no ha dejado de brotar, donde las lágrimas permanecen en aquellos ojos que han visto las miserias y desgracias, y el odio ha llegado a formar parte de su ser y sentir.

Winston Churchill llegó a decir que los Balcanes generaban más historia de la que eran capaces de asimilar. De ahí que siga siendo una especie de enigma, un objeto de estudio y reflexión, acentuado todavía más desde la cruel guerra de Bosnia que tuvo lugar hace ya poco más de 20 años. Como digo, mucha historia que necesita de mucho análisis. Estudiar y comprender el pasado sirve para que el presente y el futuro sea más certero.

Para el autor italiano Claudio Magris, nacido en la ciudad de Trieste y, por tanto, un hombre de frontera --entre Italia y lo que entonces se conocía como Yugoslavia--, la narrativa de Andric hunde sus raíces en una coralidad épica, pero rescata la vida individual a través del tiempo, en el que siempre profundiza. Así, podría decirse que la obra del bosnio expresa una sabiduría anónima en la que se mezclan humor, fábula y tragedia. De hecho, esa sabiduría queda patente en su póstuma Omer-paša Latas, una novela inconclusa sobre un renegado que alerta sobre el espectro fratricida que sobrevuela por su país. Andric ya avisaba de esa posibilidad que 17 años tras su fallecimiento --en 1975-- se convertiría en desastrosa realidad.

HERIDA ABIERTA // El estallido de la guerra de Sarajevo y sus consecuencias solo podrían explicarse a través del horror y el estremecimiento. Pocas palabras pueden existir para describir el caos y la atrocidad que el pueblo bosnio tuvo que padecer. Hijos, padres y madres, amigos, cadáveres que se acumulaban, fosas comunes, el espanto, la depravación y la infamia. Uno de los acontecimientos más ignominiosos tuvo lugar en julio de 1995. Ocho mil personas de etnia bosnia-musulmana serían asesinadas en la región de Srebrenica por el Ejército de la República de Srpska, el VRS, bajo el mando de Ratko Mladic. Ocho mil personas a las que arrebataron sus vidas sin previo aviso y de forma injusta.

19 años más tarde de esa atrocidad, esta zona de los Balcanes sigue recuperándose del trauma, tal y como pudo comprobar in situ la vila-realense Raquel Gómez, quien cámara en mano acudió a los actos conmemorativos del genocidio. “La compleja combinación de factores políticos y religiosos, las crisis políticas, sociales y de seguridad que siguieron a la caída del comunismo abocaron en un doloroso conflicto que, en poco más de tres años, acabó con la vida de más de 100.000 personas e hizo abandonar el territorio a casi dos millones más”, explica Gómez, quien en su viaje ha comprobado cómo el país sigue en “constante reconstrucción y una economía débil y en retroceso”. Sin embargo, “la población lucha día tras día para subsistir sin perder la sonrisa, acogiendo a todo aquel que les visita e intentando olvidar los dolorosos recuerdos que marcaron a toda una generación”.

Los fantasmas del pasado, esas heridas abiertas son las que se viven en fechas señaladas como la conmemoración de la masacre, “un oscuro capítulo de la guerra”, advierte la periodista y fotógrafa que pudo captar con su cámara el adiós de los familiares de los muertos en una ceremonia multitudinaria con más de 20.000 asistentes al cementerio del memorial de Potocari. Otvorenu ranu, que quiere decir herida abierta, muestra de cerca ese dolor y emoción de las familias. Imágenes que hablan por sí solas y que se pueden visitar en el Espai Jove de Vila-real hasta el 28 de noviembre.