El pasado fin de semana, en Málaga, el histórico Zaragoza descendió a Segunda A. Las matemáticas no dicen eso, pero todos los blanquillos lo tienen asumido como una situación irreversible. Algo que se veía venir de muy lejos.

En el Zaragoza hay dos bandos: en uno está Agapito Iglesias y en el otro está, el resto del zaragocismo. Jamás en la historia de un club de esta altura y raigambre hubo una afición que hiciera tanto para que un dirigente se marchara, pero nunca hubo alguien que hiciera oídos sordos a la voz del pueblo de manera tan obstinada como el propietario del club, al que ha llevado a la bancarrota y a una fractura social de proporciones gigantescas.

En pocos años, el transitar de jugadores, técnicos y directivos ha sido esperpéntico, pero más surrealista -si cabe- ha sido la forma de entrar y salir de la mayoría de ellos. Como ejemplo, el consejero delegado y los cuatro directivos presentados en diciembre como encargados de intentar reflotar el club, dimitían 10 días más tarde, por culpa del obstinado presidente.

Para todos los que sienten los colores, lo del banquillo y el césped no es más que la consecuencia de lo que se cuece mucho más arriba. La basura está en el ático. Además, a esa corriente mayoritaria se ha sumado Manolo Jiménez, un tipo honrado y currante, aunque tal vez haya pecado de pardillo, porque debía ser el único personaje del fútbol español que no sabía como se las gastaba su presidente y como funcionaba esa empresa.

La semana ha sido durísima en el Zaragoza y, aunque esté virtualmente descendido, no le viene bien al Villarreal que sea hoy el día escogido para tratar de recuperar la dignidad. H