El fútbol se ha robotizado demasiado. La irrupción de infinidad de escuelas y academias de fútbol están dejando en desuso la figura del canchero, término utilizado en Sudamérica para lo que aquí en España llamamos callejeros. Esa estirpe de jugador que se criaba en la calle, en el barro, cuyo balón era de cuero pelado a capas rotas y que se pasaba las tardes en esos portales de almacén que utilizaban como porterías y llegaba a casa lleno de moratones y con la ropa muy sucia.

Esos pequeños diablillos que corrían todos detrás de un balón y se lo llevaba el más listo, en el que triunfaba la pillería, donde te caías al suelo y si no te levantabas rápido te pisaban y donde, por cojo..., aprendías a regatear.

Luego, esos proyectos de futbolistas forjados en las calles llegaban a los clubs y tenía algo diferente. Eran especiales. Improvisaban sobre la marcha. Tenían una intuición distinta, una astucia al alcance de muy pocos... es decir, eran (y son) de otra pasta.

La figura del canchero está en peligro de extinción. El hecho de que a los niños ahora se les enseña a seguir unas pautas, a no salirse del guión... al final, todos robots encorsetados en lo establecido.

La pasada semana escuchaba a Jorge Valdano que se refería al respecto: «El fútbol moderno penaliza al canchero, al fantasioso. Se ha perdido la improvisación». Yo pienso igual. Hacen falta jugadores diferentes, de esos que sacan el arte de la chistera y a los que incluso se les perdona cuando tiran de la pillería para su beneficio.