Probablemente no seré políticamente correcto. Puede que me exceda en la crítica. Pero hay situaciones que no me puedo callar.

Hace dos jueves acudí al Estadio de la Cerámica a presenciar lo que siempre, y reitero, siempre, debe ser una fiesta para el Villarreal CF: un partido de Europa League. Me da igual la ronda, me da igual el rival.

Encima, en este caso era una eliminatoria vital, los dieciseisavos de final. Y, además, ante un rival de entidad, la AS Roma.

Un contrincante que, como el Submarino, venía de caer en verano en el play-off final de la previa de la Champions League.

El caso es que el ambiente tendría que haber sido de gala. Y lo esperado era que los 16.500 groguets que se dieron cita enmudecieran los 90 minutos a los 1.500 romanos que se dieron cita.

Y no fue así. A medida que fue avanzando el choque, la afición iba apagándose, con cada gol giallorossi, desaparecía más gente de la grada. Y en el minuto 70, el estadio estaba medio vacío y aquello parecía un funeral.

¡No lo entiendo! ¿Acaso no tenemos memoria? El Villarreal CF lleva 17 años en la élite, 13 de ellos jugando en Europa. ¿Qué más queremos? Una reflexión: para ser grande hay que vivir batacazos como el 0-4 ante la Roma. Son derrotas que te hacen grande, porque solo los grandes juegan estos partidos. Y claro, para poder llegar a serlo, grandes, la afición es vital, siempre y cuando resista en el estadio los 90 minutos... y no deje de animar.