Ha sido una semana negra para los ciclistas, no solo para los más aficionados, sino incluso para uno de los mejores corredores del panorama actual. El atropello mortal de Oliva, más otros en Tarragona y Pamplona, han encendido la voz de alarma. Además, hasta Chris Froome ha sido víctima de esta especie de plaga, que pone de manifiesto la cada vez más difícil convivencia entre las bicis, los coches (y yo añadiría, incluso, con los peatones).

Está claro que, en la mayoría de los accidentes, ha influido la presencia del alcohol y las drogas, en unos índices desorbitantes, en los conductores de los vehículos (es decir, que igual que se llevaron por delante a corredores, hubiese podido ocurrir con otros coches y/o personas). No obstante, el ciclista, a menudo, se enfrenta a la jungla cada vez que sale a circular. Ciudades mal diseñadas, carreteras que ni siquiera disponen del preceptivo arcén... y un no sé qué en el ambiente que convierte a todo aquél que viste un maillot, en enemigo público número 1. Como si fueran un estorbo, no solamente para los que al volante se piensan que son los amos del asfalto, sino incluso para los viandantes.

Generalizar es peligroso, y los hay también que, sobre el sillín, circulan por aceras como si fuesen circuitos cerrados, que no hacen caso a las señales de tráfico saltándose semáforos y stops. Pero, desde luego, me atrevería a decir que los ciclistas son los seres más desvalidos de los que pueblan ciudades y carreteras.