Jorge es de Benafigos, encaramado en lo alto de un risco, a caballo entre el Maestrat y l’Alcalatén. Siempre a la sombra de Atzeneta, a pesar de estar 500 metros más alto. Como tantos jóvenes del interior, bajó a la capital a cursar estudios superiores. Y allí, en Castellón, conoció a las que serían sus dos grandes pasiones: Inma, una benicarlanda que con el tiempo se convertiría en su mujer; y el CD Castellón, que le enganchó por completo hasta el punto de hacerle olvidar, a ratos, al querido Real Madrid de su infancia.

Terminados los estudios, trabajó unos años de comercial y después regresó a su pueblo, donde regenta Ca Felipo, un bar-restaurante en el que se respira, a partes iguales, el inconfundible aroma de la cocina casera tradicional y un ambiente futbolero, apasionado y entendido, en el que se echa de menos, cada vez más, los antaño habituales comentarios sobre la actualidad del CD Castellón.

Jorge siempre había sido un abonado fiel, de los que no se perdían partido, no faltaba a su cita con la grada del Castalia ni en los fríos y nevados días del más crudo invierno. Jorge llegó hasta a hacer de improvisado “ojeador” del club de sus amores, recomendando algún que otro joven talento de las ciudades que visitaba cuando trabajaba de comercial. Eran los tiempos de Laparra, García Osuna y compañía. Eran los días de los grandes negocios, de la burbuja inmobiliaria, de los representantes de jugadores con mando en plaza, de Castellnou y de las grandilocuentes declaraciones.

Jorge, el de Benafigos, vivía con ilusión aquella etapa. Un día un amigo le dijo que el presidente del club de sus amores no era “trigo limpio”. Y no le creyó.

Tenía una enorme bufanda en la entrada del salón de su restaurante en la que decía: “CD Castellón, muchos te vieron nacer… pero nadie te verá morir”. Hasta que el mismo amigo le dijo que la quitara, no fuera que los desvalijadores le hicieran quedar mal. Y esta vez le hizo caso.

Después no tardaron en llegar las decepciones, una detrás de otra. Y el desánimo. Hasta que la pasada temporada ya no se sacó el carnet de abonado. Todavía bajó tres o cuatro domingos en busca de un milagro que no ocurrió. Más bien al contrario, cada vez regresaba más triste. Hasta que dejó de bajar.

Ahora, mientras saborea el último título de Copa, piensa: “Menos mal que, al menos, me queda el Real”, pero sigue mirando, con tristeza infinita, aquel escudo del Castellón que se resiste a descolgar y sigue añorando aquellos “pam, pam, orellut” que le ponían la carne de gallina. H