El desastre de París deja en una delicada situación a Luis Enrique, instalado sobre un volcán, cuya lava es imprevisible. Europa queda ahora como una utopía para el equipo del tridente -nadie ha remontado un 4-0 adverso en la Champions moderna-, muy lejos de los tiempos de gloria que le llevaron a conquistar Berlín. No hace tanto tiempo. Ni dos años han pasado.

El técnico, que dio su cara más crispada fuera del campo, tampoco supo encontrar respuestas futbolísticas para detener la hemorragia que le provocó el vertical, eléctrico y camaleónico equipo de Emery. Tras abandonar despojado de todo ropaje París, el Barça se ha quedado mudo, cancelando ayer, de forma inmediata, dos actos extradeportivos: uno de Piqué en Barcelona sobre nutrición y otro de Messi en Egipto.

Antes del entrenamiento hubo una reunión. Media hora de charla para decirse las cosas a la cara, justo después de que Luis Enrique se puso el primero en la fila de la autocrítica. «Podíamos haber hecho el pino y hubiera pasado lo mismo. Si hay un responsable, ese soy yo. No le busquéis más cositas», argumentó, anticipándose a la tormenta que se le venía encima. Más que una tormenta, es un tsunami.

Diferente al que vivió en enero del 2015 en Anoeta cuando Luis Enrique sentó a las estrellas en el banquillo y perdió ante la Real, pero mucho más profundo: hace 10 años que el Barça no es eliminado en unos octavos de final de la Champions. Ocurrió con el Barça de Rijkaard frente al Liverpool de Benítez, en el primer signo de descomposición que derivó en la autocomplacencia.