Con un regalo del portero rival como ante el Bayern de Múnich y con una chilena igual que frente a la Juventus. El Real Madrid ejecutó al Liverpool con un procedimiento conocido y se llevó la tercera final consecutiva, la cuarta en cinco años, estableciendo una jerarquía indiscutible en Europa. La leyenda del Madrid en la Champions es carismática, precisamente, por aunar arte y suerte, calidad y azar, entusiasmo y saber estar. Anoche, en Kiev le salió todo de cara. Los acontecimientos se sucedieron a su favor —tampoco fue una novedad— y terminó batiendo al Liverpool sin ningún ápice de épica ni de gloria. Liquidó al equipo que le había infligido la última derrota en una final (la de 1981) como quien despacha a un visitante convencional que pasa por el Santiago Bernabéu.

TODO DE CARA / Esos acontecimientos abonaron las más variopintas teorías que tratan de explicar el embrujo del Real Madrid con la Champions: se lesionó Salah, la máxima estrella rival; se lesionó Carvajal en una falsa compensación de desgracia; Karius regaló a Benzema el gol más ridículo de la historia de la competición, del mismo modo que Gareth Bale igualó uno de los goles más famosos (del Madrid, de Zidane, quiénes si no, de volea) tres minutos después de que el técnico francés hubiera introducido al galés para sustituir a Isco, el mejor en el conjunto blanco. Mané empató para dar emoción ficticia, que luego desapareció cuando Karius se tragó otro tiro de Bale desde 30 metros.

Benzema salvó la temporada del Madrid (y la suya propia) ante el Bayern de Múnich, al aprovecharse de la torpeza del guardameta alemán Ulreich y pasó a los altares al poner la pierna para cortar un saque de otro portero germano, Karius. También se redimió Bale, carne de traspaso (y de suplencia) con dos goles que dificultarán, aunque sea de forma simbólica, que Florentino Pérez les venda. Igual tiene que quedárselos si Cristiano Ronaldo, según insinuó al final del encuentro, fuerza una salida.

SALAH LO CAMBIA TODO / El partido empezó de forma imprevisible, con el Liverpool atacando y el Real Madrid esperando. El intercambio de papeles no se produjo hasta pasada la media hora, y a partir de entonces y hasta el final, y fue más por un efecto psicológico que por una evolución futbolística. Mohamed Salah dejaba el campo con la clavícula dañada por una falta de Sergio Ramos, de las sibilinas, en una carrera en la que arrastró al egipcio hasta el suelo.

La pérdida de Salah, que se marchó derrumbado, entre lágrimas, abatidísimo por perderse la final, y quién sabe si el Mundial para una vez que va Egipto, dejó noqueado al Liverpool. Como si sus compañeros sintieran que empezaban a perder el partido con la ausencia del máximo goleador. Era, además, el principal destinatario de los balones. No fue el único que se retiró llorando. Carvajal, seis minutos después, se marchaba con idéntica desolación. Las lágrimas de Karius fueron de vergüenza y tristeza. El Madrid, mucho más dotado de recursos, ni notó la pérdida. Se estaba imponiendo ya sobre el césped, con posesiones más largas y, sobre todo, llegando al remate. Keylor Navas se había manchado antes de que Karius hiciera la primera parada.

BALE SE LO CURRA / El empaque y la clase fueron notándose con el paso de los minutos. El Liverpool solo remató una vez desde la marcha de Salah al romperse su mécanica de juego: Lallana, el relevo, pasó a la izquierda y Mané desapareció de la derecha y del partido. Mané marcó porque pasaba por allí en un córner, igual que Benzema estaba a un metro de Karius en un ataque frustrado por fuera de juego. Bale, sí que se lo curró. El galés dio al Madrid la grandeza que le faltaba para seguir alimentando algo más que un mito. Una tradición.