Hablaba Luis Rubiales y él escuchaba con atención. A esa hora, justo cuando el presidente de la federación española anunciaba el despido fulminante de Julen Lopetegui, Fernando Hierro no era aún el seleccionador español. Fueron dos horas en las que La Roja no tenía entrenador. Tal cual. Hablaba Rubiales y Fernando Hierro, escoltado a su derecha por Pedro Cortés, el veterano federativo, y Chema Timor, asesor del nuevo presidente, lo miraba con atención desde la primera fila del suntuoso estadio del Krasnodar. En ese momento no le había dicho que sí a Rubiales.

A esa hora, ya podía ser el sucesor de Lopetegui, el hombre que negoció su fichaje por el Madrid a espaldas de España. Pero, fiel como es en su actitud vital, pidió algo de tiempo para responder afirmativamente a Rubiales. Tampoco tenía todo el tiempo del mundo. Más bien, un par de horas. Y aceptó «el desafío», como él mismo dijo después.

No podía dejar tirado a su selección, esa en la que ha jugado 13 años, disputando cuatro mundiales (ni un minuto en Italia 90, intocable en Estados Unidos 1994, Francia 1998 y Corea-Japón 2002), además de ser el ideólogo, junto al tacto y la sabiduría de «Vicente», así llama él a Del Bosque, en Sudáfrica 2010.

Desde aquel día, Hierro creó «la familia» de la selección. Y le tocó a él, un técnico sin apenas experiencia (un año en el Oviedo en 2ª A y otro como ayudante de Ancelotti en el Bernabéu), ponerse al frente del tsunami. Sin miedo alguno. Su móvil estaba a punto de estallar, recogiendo cerca de 500 mensajes de «la gente del fútbol», como le encanta recordar.

Lo primero que hizo Hierro fue «mirar a los ojos de todos». Para empezar, al presidente Rubiales, con quien ni tan siquiera ha negociado un contrato. Bastante tuvo con ponerse el chándal y dirigir el primer entrenamiento, apenas a 48 horas del debut mundialista.

Los ayudantes / Se puso el chándal, pero antes llamó, eso sí, a su gente de confianza: Julián Calero (segundo entrenador) y Juan Carlos Martínez (preparador físico). Mantuvo a parte del cuadro técnico de Lopetegui (el exazulgrana Albert Celades es el nexo táctico con la vieja estructura, además de José Manuel Ochotorena, el histórico preparador de porteros, y Antolín Gonzalo, antiguo ojeador de Del Bosque, Lopetegui y ahora Hierro).

Llamó de forma urgente a Carlos Marchena para que ejerciera de contacto con los jugadores. Completado a toda prisa el grupo de trabajo. Y se metió entonces en la mente de los jugadores.

Hierro no hizo revolución alguna. Mantuvo los pilares de Lopetegui, pero aprovechó su influencia y jerarquía para ir convenciendo a los jugadores, obsesionado como estaba en apaciguar el clima volcánico. «Lo que se trata es no estropear, lo que se trata es de poner cordura y normalidad», proclamó Hierro a todo aquel que le quería escuchar. Poco a poco, iba fomentando ese espíritu de «familia» que aireó cuando De Gea, «uno de los nuestros», caía deprimido por tan grosero error en Sochi. «A los nuestros no los dejamos tirados», gritó Hierro.

La autoridad / Gestionó al grupo desde la autoridad y la intuición que le proporciona, como recuerda siempre, haber «estado 30 años rodeados del balón». Habla Hierro el lenguaje del futbolista, interpreta sus códigos, huele los silencios del vestuario. No necesita de coachs mentales (Juan Carlos Campillo se fue a Madrid con Lopetegui, su jefe) para apaciguar el ambiente ni gestionar con éxito el control emocional de sus jugadores. Ante la tormenta, siempre una sonrisa, unido a un discurso directo, quien trabaja con dos ayudantes (Julián Calero, exentrenador del Navalcarnero y comisario en la policía municipal de Madrid, y Juan Carlos Martínez, que ya fue preparador en las categorías inferiores de la selección) que fueron en su día colaboradores de Lopetegui en el Oporto. Hierro es ahora un técnico sosegado y reflexivo, aunque la americana no le durara ni 20 minutos. Camina y sonríe Hierro, mariscal como defensa, padre de familia numerosa ahora. Tiene 23 hijos, 23 jugadores.