Al final, lo que empezó bien, acabó bien. Y eso que, por momentos, el partido, con el empate a uno, parecía complicarse. El antídoto fue la pegada grogueta en Europa que, de nuevo, salió a relucir. Los tres partidos continentales en El Madrigal se cuentan por goleadas. De cuatro en cuatro... y gano porque me toca.

Un acierto que salvó el pecado de levantar el pie del acelerador. El Villarreal demostró anoche que es capaz, como dirían los taurinos, de mandar y templar; en fútbol, marcar y controlar. Lo primero lo hizo muy pronto, pero después se vio obligado reengancharse de una amnesia en la intensidad.

Marcelino quiere que sus hombres, capaces de dibujar goles con tiralíneas como el de Cani y Vietto o enchufar cañonazos como el de Bruno, sean artistas y currantes. Y el gran mérito de esta vez, paso por vestuario incluido, fue reaccionar y demostrar que la calidad amarilla con las dosis de intensidad es la fórmula del éxito. Ni más ni menos.

Dos hombres ilustrarían el partido: Bruno (el emblema ovacionado en el cambio) y Jonathan. Cuando mandaron y templaron, el partido no tuvo color; cuando no se les vio, el juego se diluyó.

En definitiva, el Submarino cerró el paréntesis: empezó bien, con ganas; y después del lapsus, se reencontró para encabezar su grupo de la Europa League, por delante del Borussia Mönchengladbach.

En síntesis: el Villarreal demostró otra vez que, cuando es el Villarreal, el sufrimiento puede ser innecesario. H