Muchas veces se ha hablado del concepto de resiliencia para referirse a la capacidad que tienen algunas personas para superar situaciones adversas o graves sucesos vitales. Pero la misma cualidad también sería propia de las ciudades que disponen de los recursos humanos, sociales y técnicos necesarios para normalizar su funcionamiento cotidiano tras una gran emergencia.

La especie humana quizás sea una de las pocas que existen en el planeta capaz de diseñar su propio hábitat. El problema es que, a pesar de nuestra bipedación, seguimos siendou nos mamíferos primates que hemos plagiado las construcciones diseñadas por los insectos y, como todas las copias, esto no es siempre garantía de éxito adaptativo. Pero, además de los insectos, hay otra especie que nos gusta demasiado emular: se trata de los virus. Al igual que ellos, y como fruto de nuestro propio desarrollo, corrompemos y degradamos el entorno que nos cobija.

La interacción de ambas estrategias, la plagiadora de los insectos y la depredadora de los virus, da como resultado que la inmensa mayoría de las grandes ciudades del mundo comparten una serie factores de riesgo de desastres, entre los que cabe destacar su densidad de población; inadecuada gestión de recursos hídricos y residuos sólidos; fagocitación de recursos naturales de forma insostenible y, por último, servicios de emergencia descoordinados. Estos factores son bastante visibles en las grandes urbes de los países en vías de desarrollo, pero igualmente reconocibles en las metrópolis de las grandes potencias. Un ejemplo paradigmático podría ser la ciudad de Los Ángeles que crece 150 km² al año haciendo bueno el eslogan inmobiliario “Si usted no va a Los Ángeles, Los Ángeles irá a usted”. La paradoja de esta ciudad, como ocurre con tantas otras, viene condicionada por la insistencia de valorarla por su éxito económico y la altura de sus edificios. Se trata de una tendencia a identificar la calidad de vida con aspectos meramente productivos o de renta. Pero una ciudad no es una fábrica. Una ciudad, es un espacio de intercambio de culturas, es un espacio de socialización, es el espejo físico y simbólico de la identidad de una comunidad. En este sentido, también el urbanismo, va a constituir una estrategia básica para el desarrollo de la calidad de vida, la salud, la solidaridad y la prevención de desastres. Siempre y cuando, claro está, se considere al espacio urbano, no como lo que queda después de haber colocado los edificios, sino muy al contrario, se asuma su ubicación como piezas que crean espacios humanos de convivencia y de disfrute. El planeamiento territorial orientado hacia el coche, la insuficiencia de espacios públicos, la carencia de escala humana, la escasez de lugares que faciliten las interacciones sociales, el excesivo énfasis en la separación, el individualismo y la autoprotección, han sido identificadas como las causas principales, no solo de la pérdida de calidad urbana, sino de la resiliencia necesaria para afrontar con garantías de éxito una gran emergencia.

Otro de los factores de riesgo a los que hacíamos referencia es la expoliación de recursos naturales. Un ejemplo evidente de esta relación entre expoliación de recursos y vulnerabilidad ante desastres naturales lo pudimos constatar en el terremoto de Haití. Evidentemente son muchas las razones de orden político y económico que explican dicha vulnerabilidad, pero el aniquilamiento de la masa forestal de este país lo dejó mucho más expuesto al terremoto que su vecina República Dominicana. El mismo efecto lo pudimos comprobar en muchas zonas de Centroamérica tras el paso de El Niño. Las zonas en las que no existía una política de extracción sostenible de madera quedaron totalmente arrasadas cuando, en realidad, eran colindantes con otras en las que existiendo dicha política, las consecuencias del huracán fueron mínimas.

Desde este punto de vista, y siguiendo las recomendaciones de Naciones Unidas, para desarrollar ciudades resilientes ante desastres, podríamos destacar una serie de medidas tales como disponer de unas infraestructuras y servicios con unos códigos de construcción razonables en las que no existan asentamientos informales ubicados en llanuras aluviales. Además, que las autoridades locales y la población comprendan sus amenazas, y se diseñe una base de información local compartida sobre las pérdidas asociadas a la ocurrencia de desastres, las amenazas y los riesgos, y sobre quién está expuesto y quién es vulnerable. También es esencial tomar medidas para anticiparse a los desastres y mitigar su impacto, mediante el uso de sistemas de alerta temprana para proteger las infraestructuras, los activos y los integrantes de la comunidad, incluyendo sus casas y bienes, el patrimonio cultural y la riqueza medioambiental y económica.

Una ciudad resiliente es, en fin, aquella capaz de responder con agilidad a cualquier tipo de desastre, implementando estrategias inmediatas de recuperación y restaurando rápidamente los servicios básicos necesarios para reanudar la actividad social, institucional y económica.

Éste será uno de los tópicos que abordaré en la primera conferencia “La intervención psicosocial en desastres desde una perspectiva transcultural” de la 7ª edición del ciclo de Conferencias de Psicología y Desastres. Dicho ciclo, organizado por el Observatorio Psicosocial de Recursos en Situaciones de Desastre (OPSIDE) de la UJI, se celebrará en el IES Ribalta los días 18, 25 de abril y 9 de mayo y se enmarca dentro de las acciones que el OPSIDE realiza en materia de sensibilización y formación a la población” H

*Psicólogo Social. Universidad del País Vasco.

FE DE ERRORES. El domingo 24 de marzo, el artículo de esta sección solo estaba firmado por Pilar Garcia Agustín, vicerrectora de Estudiantes, Empleo e Innovación Educativa. No figuraba por error la firma de la coautora del mismo, María Ripollés, vicedirectora de la cátedra INCREA.