En el Evangelio de este primer domingo de la Cuaresma contemplamos a Jesús tentado en el desierto. Después ser bautizado, el Espíritu, empuja a Jesús al desierto, el lugar de la soledad y del encuentro con Dios. Allí permaneció durante cuarenta días y se dejó tentar por Satanás. El objetivo de toda tentación siempre es apartarnos de Dios.

Al inicio de la Cuaresma, la Iglesia nos recuerda la misma idea. Si hemos empezado nuestro camino cuaresmal con el propósito de volver nuestro corazón a Dios y de unirnos más a Cristo, se nos avisa que nos vamos a encontrar con una tentación continua a abandonar nuestro propósito.

La oración, el ayuno y la limosna hunden sus raíces en la Escritura y son consideradas en la tradición de la Iglesia como prácticas privilegiadas para avanzar en el camino de la conversión. Es cierto que los gestos penitenciales no valen nada cuando no transforman el corazón o no son expresión de una verdadera conversión a Dios y a los hermanos. Pero la traducción en gestos externos de la conversión sigue siendo una necesidad que no cabe menospreciar. Oración, ayuno y limosna están vinculadas entre sí y se corresponden con tres actitudes fundamentales del ser humano y de la vida cristiana.

Nuestra tendencia es la de aferrarnos a las cosas a causa del egoísmo arraigado en nuestra naturaleza; la práctica del ayuno nos enseña que para ser dueños y no esclavos de los bienes terrestres hemos de saber renunciar, incluso a lo que nos pertenece; la limosna es una de las manifestaciones del amor hacia quienes necesitan de nuestra ayuda. De la lectura e la Palabra de Dios brota la oración. En la oración abrimos nuestro corazón a Dios, reconocemos con amor nuestra dependencia de él. Y reconocer a Dios y su presencia en el mundo es asegurar el respeto a las personas y su dignidad, y la solícita atención a sus necesidades materiales y espirituales.

*Obispo de Segorbe-Castellón