En la Fiesta del Bautismo que se celebra hoy, revivimos el bautismo de Jesús a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Jesús se deja bautizar como uno más por Juan y transforma el gesto de este bautismo de penitencia en una solemne manifestación de su divinidad. «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Dios-Padre nos muestra a Jesús como su Hijo amado y predilecto, al inicio de su vida pública: Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo y comienza ahora públicamente su misión salvadora. En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Jesús, un hombre aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse «en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13).

El bautismo de Jesús nos recuerda nuestro bautismo, por el que volvimos a nacer por el agua y por el Espíritu Santo, quedando así injertados en la vida misma de Dios, que nos hizo hijos adoptivos suyos en su Hijo unigénito; su gracia transformó nuestra existencia, liberándola del pecado y de la muerte eterna.

Con el bautismo empieza el proceso de la iniciación cristiana que, con la confirmación y la recepción de la primera eucaristía, nos insertará en el misterio de Cristo, muerto y resucitado, y en la Iglesia, la familia de los hijos de Dios.

La primera respuesta de la criatura humana ha de ser la fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, se abandona libremente en sus manos. Todo bautizado debe recorrer, personal y libremente, un camino espiritual que, con la gracia de Dios, le lleve a confirmar, en el sacramento de la confirmación, el don recibido en el acto del bautismo.

*Obispo de Segorbe-Castellón