Con una mano el diálogo (Pedro Sánchez) y con la otra la Constitución (Josep Borrell). El Gobierno ha hecho fortuna con esa frase para afrontar la nueva etapa de la crisis catalana en una estrategia que trata de ocupar espacios. Es muy llamativo el serial gestual que soporta el Ejecutivo socialista. Aguanta todos los tirones del independentismo, las excentricidades de Quim Torra, se muestra dispuesto a pasar por algunas exigencias semánticas («diálogo sin cortapisas»), se traga sapos, encaja el recibimiento de los presos preventivos en las cárceles catalanas a las que han sido trasladados y consuma la inmensa chapuza de la provisión temporal de la dirección de RTVE con el apoyo secesionista.

Sánchez, bajo ningún concepto está dispuesto a que se frustre la conversación que tendrá mañana con el presidente de la Generalitat. Por dos razones. La primera: porque de la corrección del rumbo de los acontecimientos en Cataluña depende el éxito de su gestión gubernamental. La segunda: porque en el PSOE -y mucho más allá del PSOE- el encuentro del 9 de julio en la Moncloa se considera como el acto funerario del procés tal y como lo hemos venido conociendo y definiendo. Por más que el Parlament haya resucitado la declaración soberanista del 2015, lógicamente impugnada de nuevo por el Consejo de Ministros.

Una ‘performance’

Todo este trágala al Gobierno es digerible en la medida en que se considera una performance simuladora del fracaso del proceso soberanista que expresó en las sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre del año pasado y en el referéndum del 1 de octubre toda su potencia política y social. Insuficiente para obtener la república catalana. No había mayoría social, no había reconocimiento internacional, los independentistas violaron sus propias normas y ofrecieron un ejemplo de despotismo antidemocrático.

Fue un fracaso moral además de político y ahora se viven sus consecuencias. ¿Cuáles? La fundamental consiste en el propio desconcierto y la fractura del separatismo, que ya no sabe cómo continuar por el camino insurreccional y que, para salir del impasse, se involucró en la operación parlamentaria de echar a Mariano Rajoy para poner a Sánchez. Y de paso, dejó al PP hecho unos zorros como se acaba de ver en el cásting del jueves.

La sustitución en la Moncloa no garantizaba otra alternativa que la que estamos viviendo: un cambio desde el Gobierno central para mullir el impacto del fracaso procesista siempre más llevadero con un socialista como Sánchez que con un burócrata como Rajoy. De ahí que cuando los 17 votos independentistas en el Congreso convirtieron al secretario general del PSOE en presidente del Gobierno, el procés interpretaba el canto del cisne. Y lo hacía porque regresaba a los mecanismos institucionales de participación en las decisiones políticas.

El voto en la moción de censura -y luego en la provisión interina de la dirección de RTVE- son dos comportamientos autonomistas y lo es todavía más que Torra acepte convertirse en el carcelero administrativo de los dirigentes del procés. No hablemos de vencedores ni de vencidos. Pero el 9-J en Madrid no es un Tedeum, sino un funeral para el procés. Puede que haya otros -incluso: es seguro que los habrá- pero el que Artur Mas lanzó en las elecciones del 2012 se acabó.

En la Moncloa, pues, se hablará de todo -«sin cortapisas»-, pero se acordará lo que el Gobierno pueda soportar políticamente y nada que altere ni la Constitución ni las leyes. O sea, se podrá hablar del derecho de autodeterminación -para que Sánchez diga que no procede- y de los presos -para que Sánchez diga que su suerte procesal corresponde a los jueces-, y dependerá de Torra que de la reunión se salga con un balón de oxígeno para todos o con una agudización de la crisis. En el primer caso, ya sabemos que se desinflamará la situación aunque no habrá curación; en el segundo, el Estado volvería al repliegue y el independentismo al deambular peripatético y estéril. Pero en todo caso -y es la baza de Sánchez- la opinión pública catalana observará que en Madrid sí se dialoga.

El «perímetro del problema»

Mientras, Borrell, tanto ministro de Exteriores como de Asuntos Catalanes, ocupa otro espacio: el de la comunicación, el del relato. Su firmeza argumental es proverbial y sus decisiones políticas, inequívocas. Haber convertido en referencia de buena práctica diplomática el discurso de respuesta de Pedro Morenés a Torra en la capital de EEUU es un gesto elocuente, así como las entrevistas en las que planta cara a las «lindezas» de la siempre hábil comunicación del independentismo. Y acota el encuentro de mañana: se tratará del «perímetro del problema».

Distingamos, en vísperas de este 9-J funerario del procés, lo que aconsejaba Antonio Machado: las voces de los ecos. Las palabras, los gestos, las actitudes del procesismo chocan con una realidad: la de su fracaso. El independentismo ha de gestionarlo y el Gobierno, reducir el 47% que le apoya a un llevadero 25% de la ciudadanía. Es el objetivo de este episodio en el que casi nada es lo que parece. No se trata de diluir el independentismo, ni de convencer a Torra, sino de algo difícil pero posible: persuadir a los soberanistas volátiles de que el radicalismo está en el Palau de la Generalitat y no en la Moncloa.