Entre las novedades de la editorial Planeta aparece el último libro del historiador catalán Jordi Canal bajo el título certero de Con permiso de Kafka. Se trata de un relato histórico después del que ya elaboró hace un par de años (Historia mínima de Catalunya). Acierta Canal porque los últimos seis años de la política catalana merecerían un psicoanálisis más que un análisis al uso. El separatismo ha venido desbarrando desde que no obtuviera ni en el 2012, ni en el 2015, ni en el 2017, una mayoría social y lograse una parlamentaria cuarteada por la derivada que iba marcando la CUP, que ha sometido al independentismo transformado desde la fe autonomista, siempre falseada, al dogma del republicanismo segregacionista. Los antisistema se han sumado arbitrariamente a ERC y a los exconvergentes de Carles Puigdemont en un ejercicio permanente de auto engaño que en combinación con la real minoría en el Parlament ha determinado el colapso del proceso soberanista y, desde el pasado jueves, la desbandada derrotada de este movimiento que no es nuevo en la historia del país pero que ha sido ciego, mudo y sordo al contexto legal, social, económico e internacional de la España del siglo XXI.

Lo peor ha sido la persistencia en el error, la contumacia en el desafío, el empleo, entre ingenuo y suicida, de la astucia, como si el Estado español fuese una maquinaria averiada y entregada al desguace. No lo está. El Gobierno de Mariano Rajoy es un Ejecutivo fatigado, exhausto y con una fecha próxima de caducidad que ha entregado al Poder Judicial la defensa efectiva del Estado. Desde hace meses, pero en particular desde hace unas semanas, España está bajo el gobierno de los jueces de la jurisdicción ordinaria y del Tribunal Constitucional como órgano de garantías de la Carta Magna. Entre ambos han puesto en retirada al independentismo, que ha cometido error tras error sin aprender en nada de la experiencia previa al 27 de octubre.

Las jornadas del jueves, con la investidura fallida de Jordi Turull, torpemente convocada por Roger Torrent, y del viernes, con el procesamiento por rebelión del núcleo duro del independentismo y la huida patética de Marta Rovira, y, en fin, con el encarcelamiento provisional de la dirigencia insurgente, lo que conllevará seguramente su suspensión para el ejercicio de funciones públicas, comporta todo ello un desmantelamiento del proceso soberanista y una desbandada de líderes y partidos en una especie de retirada desordenada a ninguna parte. Del colapso independentista se ha pasado a una fase más grave de deterioro cuyas consecuencias no son predecibles.

Solo una rectificación radical de posiciones, no de propósitos sino de ejercicio de medios, de lealtad a la legalidad, conducida por una nueva clase política podría sacar a Cataluña de la enorme depresión en la que ahora se encuentra. Desde el 2006 los depósitos financieros nunca estuvieron más bajos que en el 2017 en las entidades catalanas de las que se han fugado más de 31.000 millones. Nunca tampoco confió menos la inversión extranjera en Cataluña y jamás pudo pensarse que su sociedad viviría al margen de sus propios intereses, conducida por una clase política en bancarrota ética.

Instituciones abrasadas

El proceso soberanista ha sido especialmente destructivo. Ha abrasado las instituciones catalanas, ha reventado el modelo de partidos, ha quebrado la convivencia entre catalanes, ha enfrentado a buena parte de ellos con el resto de los españoles, ha puestos en crisis sistémica al conjunto del Estado y ha erosionado su reputación internacional. Este es el balance del populismo independentista a tal punto que son catalanes, incluso algunos protagonistas de la insurgencia debidamente arrepentidos de ella, los que preconizan una catarsis para rescatar al país del hondón moral y político en el que el independentismo le ha sumido. Tras lo que ocurrió el 6 y 7 de septiembre y el 27 de octubre pasados no se esperaba que hubiese desafíos como el de la intentada investidura de un dirigente independentista imputado, ya procesado y preso, por un presunto delito de rebelión, subsiguiente a otros dos intentos de investidura que la justicia también frustró.

¿Cómo explicarse este destrozo? Solo desde los efectos que produce la radicalización, la imposición de una minoría social sobre un país plural y el desafío a un Estado que, insertado en la comunidad internacional, no está dispuesto a suicidarse porque un independentismo minoritario, desavenido entre sí, cuarteado e incoherente, pretenda objetivos incompatibles con los principios que rigen en la Unión Europea, contexto en el que el proceso que la CUP ha declarado extinto (los antisistema quieren la revolución callejera), es una rareza histriónica e ilegítima. Y así el futuro solo pasa por dos opciones: la rectificación inmediata y la investidura realista de un político sensato y sin cuentas con la justicia, o unas nuevas elecciones en las que los catalanes, tras el espectáculo de estos tres meses desde el 21-D, revisen su opción electoral.

De momento, tras el colapso que ya se observaba hace unas semanas en el independentismo, sus partidarios tendrán que digerir la desbandada de sus líderes, encarcelados, huidos, retractados, todo ello en medio de una colosal frustración que nos retrotrae a la idiosincrasia histórica de la sociedad catalana, tan pendular y ciclotímica, parte de la cual no ha sabido medir la distancia entre la realidad y la ensoñación, fruto esta de una percepción de superioridad inculcada y cultivada por el nacionalismo y que los hechos se están encargando de desmentir. Todo ello, con permiso de Kafka, como plantea Canal.