Podemos llega este domingo a un punto de no retorno, atravesado por un dolor lacerante que hiere y perturba, por igual, a las distintas almas del partido. En las filas moradas admiten que la crisis desatada con el chalet de lujo comprado por Pablo Iglesias e Irene Montero puede dejar a la formación en los huesos, sea cual sea el resultado del plebiscito revocatorio depositado sobre las conciencias de medio millón de militantes. Ante una moción de censura que puede poner fin al mandato de Mariano Rajoy y un horizonte electoral incierto, Podemos se mira a sí mismo en una fragilidad extrema que revela las debilidades estructurales de la fuerza morada.

El manejo del escándalo y, sobre todo, la decisión unilateral de convocar del plebiscito ha permitido que emerja ante la opinión pública lo que el partido vive como realidad desde Vistalegre 2: la constatación de que en Podemos no existe organicidad, un palabro que se refiere al funcionamiento correcto de los órganos que forman el partido. Iglesias y Montero ostentan un poder directo, personal, sin contrapesos orgánicos ni de las otras facciones.

La Comisión de Garantías elegida por las bases ha sido desmantelada. Un número significativo de las reuniones de la Ejectutiva -de mayoría pablista- no son presenciales y consisten en un mero intercambio de mensajes en un grupo de Telegram. El Consejo Ciudadano Estatal (CCE), también controlado por el oficialismo, se limita a ratificar lo propuesto por la dirección y desde hace tiempo la única crítica que se escucha es la de la representante de los círculos. Los errejonistas fueron silenciados y expulsados de la sede. Entre los anticapitalistas solo alzan la voz dirigentes que tienen poder ejecutivo y no dependen del beneplácito del aparato estatal, caso del alcalde de Cádiz.

Fuentes podemistas admiten que, en el primer Vistalegre, se cometió el error de construir una estructura de "monarquía absoluta". Hoy, esa idea de gobernanza y concentración de poder recogida en apócrifo atribuido a Luis XIV de Francia, el Rey Sol, ‘l’État c’est moi' (el Estado soy yo), sería trasladable a Iglesias y, de un tiempo aquí también, a Montero, opinan dirigentes podemistas. Quienes les conocen explican que ambos están cada vez más encerrados en un estrecho núcleo de confianza. En palabras de un dirigente: “La crisis del chalet escenifica lo que ya sabíamos y ahora el mundo descubre: el partido es él y él está aislado”.

Solo desde esa desconexión, explican algunos diputados, se entiende el “disparate supino” de comprar una vivienda de 660.000 euros en la sierra de Madrid, con piscina-lago y casa de invitados. Iglesias ha reconocido en conversaciones privadas que está muy dolido y que nunca pensó que la compra se convertiría en una tormenta. Sorprende. Hasta finales del 2015 el líder consultaba adquisiciones personales de cierta relevancia para que estuviesen en harmonía con el espíritu del partido.

Proceso de desconexión

Iglesias sufre desde el nacimiento de Podemos (2014) una exposición mediática feroz. Ir por la calle con él es una pesadilla. Para cruzar los edificios del Congreso, separados por la carrera de San Jerónimo, utiliza el túnel aunque tarde más que cruzando por la calle, porque le angustia que le paren constantemente. Hace tres años, dejó de ir a correr al parque en Vallecas y hacer ejercicio aeróbico en casa.

Vivía entonces en aquel piso heredado en el que abrió las puertas a Ana Rosa Quintana, recién salido de la ducha, para invitarla a desayunar en una cocina que se convirtió en símbolo de un estilo de vida reflejo de las personas a las que representa.

No faltan ahora quienes subrayan que él mismo alentó su persecución al exponer su esfera personal en los medios. Al contar en Facebook que se separaba de Tania Sánchez. Al contar, en esa misma red social, que iba a ser padre de gemelos.