A Günter Grass le dieron el Nobel en 1999, casi cerrando el siglo, por «los vívidos colores negros con los que ha pintado el rostro olvidado de la historia». Y nunca una definición de la Academia Sueca ha sido más certera. En el momento de la muerte, a los 87 años, del gran escritor alemán, que ocurrió este lunes en un hospital de Lübeck cercano a su residencia en Belendorf a causa de una neumonía, la evocación de la figura del autor de 'El tambor de hojalata' solo se concibe indivisiblemente unida a la historia de Alemania, corazón culpable de la Europa del siglo XX, marcada a fuego por la segunda guerra mundial, el nazismo y los campos de concentración.

Grass siempre estaba ahí, en el centro de las más feroces polémicas, mosca cojonera de la responsabilidad moral ciudadana, con su sempiterna pipa, el espeso bigote y las gafas resbalando por el puente de la nariz. Un intelectual de aquellos a los que hay que acudir cuando se intenta comprender una época, pero también, y eso no es tan usual, una figura popular, querida por el gran público.

A Grass se le acusó de traidor a la patria por no aceptar las condiciones de la reunificación alemana -como sí hicieron Enzensberger o Martin Walser, por ejemplo- aduciendo que aquello era más bien una anexión pura y dura de la Alemania del Este por parte de la República Federal. Fue constante desde buen principio en sus pronunciamientos socialdemócratas frente al comunismo, llegando a escribirle discursos políticos a su admirado Willy Brandt, aunque luego se alejara de sus propuestas. Feroz en su crítica a Israel como potencia atómica, que le valió ser considerado persona non grata en ese país en respuesta a un crítico poema. Pero por encima de todo se le negó el pan y la sal porque a través de sus escritos, siempre negros, jamás a colores, obligaba a sus conciudadanos alemanes a que se encararan con su propio pasado, a que asumieran sus tibiezas e hipocresías, a que se negaran a poner el punto y final a su historia.

Esa dureza proverbial le pasó al fin factura cuando con su trayectoria intelectual completada, distinguidas ya con el Premio Nobel y el Príncipe de Asturias, hijo al fin de protestante y católica, decidió confesar públicamente él mismo su gran pecado. Lo hizo con valentía en sus memorias de juventud Pelando la cebolla. Grass que poco después del éxito de 'El tambor de hojalata' ya había confesado sus juveniles entusiasmos por el nazismo y lo había convertido en material de diversos libros, no había contado toda la verdad. Que en realidad no solo había sido soldado en una batería antiaérea del Ejército regular. Lejos de eso y durante unos meses, cuando tenía 17 años, formó parte de las Waffen-SS, el terrible cuerpo de élite nazi, aunque su ingreso no fuera voluntario. La noticia fue un escándalo que conmovió Alemania -el exlíder polaco Lech Walesa llegó a pedir que devolviera su condecoración como ciudadano ilustre de Gdansk-, ante el que Grass no se arrugó en su revelación pública, asumiendo también él su culpa y enfrentándose al descrédito. Frente a la confesión tardía, toda su obra puede ser releída bajo el peso de esa culpa, como «un ejercicio de penitencia de toda una vida», tal y como señaló el crítico Hanjo Kesting.

LA SEDUCCIÓN NAZI

Günter Grass nació en 1927 en Danzig, la ciudad de cultura alemana en suelo polaco que sería la espoleta de la invasión nazi y alimentaría las primeras novelas del autor en especial la trilogía 'El tambor de hojalata', 'El gato y el ratón' y 'Años de perro'. Hijo de un modesto tendero alemán y una mujer de ascendencia eslava, se dejó seducir por el aleccionamiento nazi ya en la escuela, con los resultados ya conocidos. Tras la guerra, y cautivo en Baviera en un campo estadounidense, fue uno de tantos jóvenes alemanes conducidos a un campo de concentración, en su caso el de Dachau, para que pudieran contemplar con sus ojos una realidad desconocida y negada. Aceptar aquella evidencia le cambió la vida. El espanto y el enmudecimiento ante el horror fueron la semilla que desarrollaría en una treintena de novelas y ensayos sin contar su obra como poeta y como autor teatral.

Günter Grass. que empezó siendo poeta, quiso ser artista plástico y tomó para ello clases de escultura en Berlín. Antes hubo un paréntesis en el que trabajó en una mina de potasio, como operario en una cantera e incluso como percusionista en una orquesta de dixieland. A lo largo de los años jamás abandonó su faceta como artista, practicando el grabado o la tinta que a menudo acompañaron la edición de sus obras, muchas veces inspirado en el trabajo de Goya, que tanto admiraba.

DESCOMUNAL Y BARROCA

Pronto se convirtió en uno de autores más respetado del Grupo 47 -junto a Heinrich Böll, Ingerborg Bachmann, Uwe Johnson, Hans Magnus Enzesberger o Siegfried Lenz-, que intentaba revitalizar la literatura alemana tras la guerra. En 1952, en una cafetería berlinesa, reparó en un niño que ajeno al trasiego de cerveza a su alrededor no dejaba de batir el tambor. Fue la imagen que despertaría 'El tambor de hojalata', una descomunal novela picaresca y barroca en la que Grass hace la primera de sus grandes interpretaciones grotescas de la historia de su país. Publicada en 1959, convirtió al escritor en un clásico vivo, aunque, sorprendentemente, el Papa de la literatura alemana, el crítico Marcel Reich-Ranicki, la destrozó en una mala reseña, inicio de una conflictiva relación entre ambos que culminó en 1995 en la portada de la revista 'Der Spiegel'. Allí podía verse a Reich-Ranicki haciendo trizas el libro de Grass 'Es cuento largo', al que acusaba de minimizar la represión en la antigua RDA.

En cierta manera, la consideración política de sus creaciones literarias, como las muy oscuras 'El rodaballo' y 'La ratesa', ha perseguido a Grass, que en sus últimas entrevistas se mostraba cansado de esa interpretación y el año pasado anunció su retirada de la ficción. Sin embargo, no había que insistirle mucho para que se lanzara a reflexionar sobre este fin de época, este mundo irracional marcado por un capitalismo destructivo.