Con tanta sorna como melancolía, Javier Krahe solía musitar en sus últimos conciertos, entre canción y canción: «Hay que ver cuánto daño hace el paso del tiempo». A su manera, Joaquín Sabina (Úbeda, Jaén, 1949) lleva varios años, discos y giras dándole vueltas también a la cuestión de la decrepitud. En realidad, desde el ictus que sufrió en el 2001, la precariedad del cuerpo y sus fastidios anejos han sido una constante en sus canciones y actuaciones. Les ha dedicado letras, los ha maldecido en entrevistas y ninguno de estos conjuros le ha librado de verse perseguido por ellos en los escenarios.

Por eso, que el pasado día 16 tuviera que marcharse del WiZink Center de Madrid cuando le quedaban tres canciones para terminar el quinto y último concierto que tenía previsto ofrecer en su ciudad. Tampoco sorprendió, ni mucho menos indignó, a los 17.000 fans que habían agotado las localidades desde que fueron puestas a la venta y que, emocionados, se quedaron en el pabellón coreando la melodía de Y sin embargo que él no pudo terminar de cantar.

Estaban avisados: Sabina se pasó el recital recordándoles que a veces «los cables de corazón se cruzan con los de la garganta», les habló de los «sórdidos hospitales» que ha visitado en los últimos meses y, minutos antes de rendirse y desaparecer, proclamó: «Quienes digan que la vejez es fantástica, mienten, porque envejecer es una puta mierda».

Disfonía aguda consecuencia de un proceso vírico. Este es el diagnóstico que ha difundido su oficina de representación para alegar el abrupto final de su show de Madrid y la cancelación de los cuatro que tenía previsto dar -en La Coruña, Córdoba, Albacete y Granada- antes de poner fin a la gira que inició hace un año, y que le ha llevado a ofrecer 80 recitales ante 350.000 seguidores en varios países de Europa y Latinoamérica. Ahora reposa, refugiado con los suyos, en busca de la recuperación.

La gira quebrada se titula igual que su último disco, Lo niego todo, que incluye canciones como Lágrimas de mármol, en la que se declara con rabia: «Superviviente, sí, ¡maldita sea!»; o Quien más, quien menos, donde confiesa: «Aposté contra mí por no hacerme viejo». Como si se tratara de un presagio, el tour ha estado marcado por sus problemas de salud desde el principio. En la primavera del 2017, una operación de hernia le obligó a cambiar de fecha varias citas, en febrero de este año tuvo que suspender dos conciertos en México por las heridas que se hizo en un ojo al caerse al suelo desmayado, y en abril se vio forzado a reubicar cuatro recitales tras ser ingresado en un hospital aquejado de una tromboflebitis.

UN MES DE REPOSO / En esta ocasión, el parte médico habla de un mes de reposo para volver a ser quien era, aunque el cantante sabe que esta aspiración, cada día que pasa, suena más a fantasía que a pronóstico. Sus fans también son conscientes. Por eso, han sido pocas las voces que han alzado para quejarse de que su último espectáculo solo durara una hora y 40 minutos, y no las dos horas previstas.

Como los flamencos que disculpaban las espantás del postrero Camarón o los curristas que miraban para otro lado cuando Curro Romero tenía una mala tarde, la legión de fieles seguidores de Sabina ha incorporado a la normalidad la fragilidad de su ídolo y no le exigen más de lo que este puede dar. En esta complicidad ayuda la honestidad con que el cantante, a sus 69 años, lleva lo suyo. Minutos antes de abandonar el escenario sin despedirse, reconoció ante el público madrileño: «No están viendo hoy un buen concierto». Él, que tantas letras dedicó a alabar los excesos y la vida al límite, canta ahora con resignación en Lágrimas de mármol: «Acabaré como una puta vieja, hablando con mis gatos».