El Donald Trump excesivo, caótico, estridente, inédito e imprevisible acapara los titulares, dirige la atención y lidera la conversación. Todo eso deslumbra otra realidad: el presidente de Estados Unidos ha sido en su primer año, también, altamente efectivo.

En 12 meses su Casa Blanca, su Administración y el Congreso han hecho avanzar exponencialmente la agenda radicalmente conservadora y neoliberal del Partido Republicano y de grandes donantes, mucho más ideológicos que el propio Trump. El dirigente está transformando EEUU.

Confianza y optimismo económico

Aunque la lista de logros legislativos con el Congreso en control de los republicanos parezca raquítica, solo con la reforma fiscal destacable, el impacto de esa medida es descomunal. Le ayudó a dar un golpe a la reforma sanitaria de Barack Obama (eliminando a partir de 2019 el mandato individual de asegurarse), paliando el fracaso previo de las Cámaras en su asalto al 'Obamacare'. Y pese a que el alcance de la reforma fiscal haya quedado lejos de algunas promesas de campaña (está inclinada a favor de los ricos, mantiene siete tramos impositivos y el impuesto de sociedades ha bajado al 21% y no al 15% que se había marcado Trump), su combinación con buenos datos económicos, una bolsa que sigue batiendo máximos históricos y el desmantelamiento de las regulaciones ha desatado una ola de optimismo y aplauso en el mundo empresarial, el mismo que públicamente abandonó al presidente tras sus polémicos comentarios ante los graves incidentes racistas de Charlottesville, forzándole a desmantelar los dos consejos asesores que había creado.

Ahora se revisan al alza las perspectivas económicas, la confianza empresarial alcanza récords, el gasto en bienes capitales se ha acelerado y más de dos millones de trabajadores han obtenido bonus y subidas que sus jefes atribuyen a la reforma fiscal. Y la lucha contra las regulaciones, que Trump convirtió en orden ejecutiva 11 días después de llegar al poder, ha hecho que por primera vez en seis años los costes vinculados a esa regulación hayan dejado de ser la primera preocupación de los empresarios estadounidenses.

El embiste contra la regulación

No hay prácticamente ningún terreno que haya quedado exento de la apuesta desregulatoria y desde enero del año pasado se han retrasado, retirado o desactivado 1.600 regulaciones que se habían planeado antes de que Trump fuera presidente. Para diciembre solo se habían aprobado tres nuevas regulaciones mientras que se desmantelaban 67. Y Trump ha llenado su Administración de duros críticos con lo que consideran un papel excesivo del Gobierno.

El retorno de los combustibles fósiles al centro de la política energética y el abandono de la lucha contra el cambio climático ha sido uno de los terrenos donde el impacto se hace más evidente. En este año, Trump no solo ha sacado a EEUU del Acuerdo de París sino que ha dado luz verde a los polémicos gaseoductos y oleoductos Keystone XL y Dakota Access. Se han retirado también órdenes sobre límites de emisiones en plantas de carbón, eje del plan de Energía Limpia de Barack Obama; se han reducido terrenos protegidos; se han ampliado permisos a perforaciones; se han relajado normas que habrían obligado a evaluar o informar sobre el uso de químicos en fracturación hidráulica o de pesticidas con potencial cancerígeno.

Su Administración también ha acabado con la neutralidad en la red y ha restado protecciones a la privacidad (eximiendo, por ejemplo, a los proveedores de internet de tener que pedir permiso a sus usuarios para usar su información con fines comerciales). Y la banca respiró cuando acabó con la regla que facilitaba presentar demandas colectivas, ha visto también cómo se relajan restricciones que les obligaban a prestar en barrios pobres y se prepara para la eliminación o rediseño de muchas regulaciones de la ley Dodd-Frank, con la que Obama intentó evitar desmanes del sector como los que provocaron la última gran crisis.

La regresiva agenda conservadora que Trump está ayudando a implementar también avanza en lo social. La Administración Trump ha suspendido, por ejemplo, la regla que obligaba a informar de diferencias salariales por género y raza, la que forzaba a las escuelas a dar libertad a las personas transgénero a usar el baño que eligieran, la que requería a las escuelas implementar sistemas que permitieran juzgar la calidad de la enseñanza o la que hacía más fácil denunciar asaltos sexuales en los campus universitarios. Y el Congreso este año ha eliminado una norma que prohibía a estados bloquear la financiación a clínicas que practican abortos.

Es un asalto en toda regla a las políticas progresistas y el legado de su predecesor, pero en la diana hay algo más: la Gran Sociedad diseñada por Lyndon Johnson. Y han empezado también los golpes a ese esquema de prestaciones sociales: la Administración ha dado luz verde a los estados para que, por primera vez, impongan requerimientos laborales a quienes reciben Medicaid, la asistencia sanitaria pública para los pobres. Kentucky ha sido el primero en hacerlo.

Inmigración

Otro de los grandes logros de Trump ha sido haber logrado un cambio práctico en la política migratoria. El racismo y la xenofobia que exudan sus declaraciones ha dado carta blanca a los más radicales para decir en público lo que antes era inaceptable y va calando en la realidad política. Y aunque el tan traído y llevado muro con México sigue siendo objeto de polémica, ya ha alzado uno invisible pero tremendamente efectivo.

Los cruces ilegales de la frontera están en mínimos históricos y,aunque sus 225.000 deportaciones no han superado las cifras de deportación de Obama se han intensificado las detenciones (al menos 140.000), las redadas y las expulsiones de quienes estaban viviendo en EEUU (más de 80.000). Se ha acelerado también el nombramiento de jueces de inmigración, lo que podría pronto desatascar el embudo en los tribunales.

Tras el caótico arranque de su veto a los musulmanes (en buena parte motivado por negligencias burocráticas típicas del error de un principiante) la Administración ha demostrado haber aprendido y el veto, aunque sea con modificaciones, ha acabado aplicándose. La cifra máxima de refugiados que serán admitidos este año en EEUU, 45.000, representa una drástica reducción frente a la última de Obama (110.000) y es la más baja desde que se empezaron a poner límites en 1986.

Se ha endurecido el lenguaje del asilo y se ha acabado con algunos de los programas específicos que ofrecían protecciones, desde el Estatus Temporal Protegido para salvadoreños, haitianos o nicaragüenses hasta uno de reunificación familiar. Y los abogados especializados constatan que se está frenando incluso la inmigración legal, intensificando el escrutinio para todo tipo de visados. "Usan con maña los procesos administrativos para crear barreras y obstáculos muy reales de forma que no han hecho falta cambios en la ley", le decía al diario britámico 'The Guardian' Sandra Feist, una abogada de inmigración de Minnesota.

Los jueces: la meta de un legado

Mientras el fiscal general de Trump, Jeff Sessions, lidera desde el Departamento de Justicia acometidas contra los avances de los últimos años en la reforma del sistema de justicia penal, en la Casa Blanca va consolidándose otro de los éxitos inequívocos de Trump en su primer año, que merece especial atención por las consecuencias y significación que tendrá: la huella que está dejando en la judicatura federal, que va mucho más allá del trascendental nombramiento de Neil Gorsuch para el Tribunal Supremo y que él mismo se ha marcado como uno de sus principales objetivos de legado.

A una velocidad y con un volumen sin precedentes recientes, Trump ha nombrado desde que llegó a la Casa Blanca a 44 jueces federales y otros 43 de sus nominados esperan acción del Congreso, que tratará de asegurarse las confirmaciones antes de las legislativas de noviembre. En muchos casos, según análisis del Colegio de Abogados estadounidense, les falta experiencia y cualificación. Pero son en la mayoría de los casos hombres blancos y a menudo jóvenes, garantizando décadas de peso conservador en la justicia.