María se disculpó con su hijo Danilo por dejarlo ahí, besó su frente fría y salió de la funeraria. Una semana antes había muerto también su otro hijo, Aljon, y ella todavía no había resuelto cómo pagaría su entierro. Pasaron los tres meses reglamentarios y Danilo fue a la fosa común con los cuerpos no reclamados.

Rodrigo Duterte, presidente filipino, ha cumplido la promesa electoral de dar trabajo a las funerarias. La policía ha matado a casi 4.000 presuntos drogadictos y traficantes desde julio del pasado año, según las cifras oficiales. Otros 2.000 han muerto en crímenes relacionados con la droga y unos miles más fallecieron en circunstancias no aclaradas.

Cuesta orientarse en una tipología tan variada como confusa. La policía alega que solo dispara a los criminales que se resisten al arresto, pero las organizaciones de derechos humanos hablan de ejecuciones extrajudiciales de vigilantes o escuadrones de la muerte y la oposición política denuncia crímenes contra la Humanidad.

Aljon tenía 23 años cuando murió en septiembre del 2016. Acababa de salir del hospital por un problema del corazón cuando tres enmascarados entraron en casa y le zurraron desoyendo las súplicas maternas. Se lo llevaron a rastras y fue encontrado esa noche con dos balazos junto a las aguas turbias del río Pasig. Danilo tenía 33 años. Reparaba las tuberías en casa de un amigo cuando fue abordado por un grupo de enmascarados. Su cuerpo apareció también en el río con 20 balazos. «Danilo consumía pero Aijon nunca lo hizo. Trabajaba duro, ayudaba en casa y me prometía que jugaría en la NBA para sacarnos de la pobreza. Alguien dio un chivatazo equivocado», sospecha María.

AUDAZ Y REVOLUCIONARIA / La solución Duterte es ciertamente audaz y revolucionaria: acabar con la droga por la vía de acabar con los drogadictos. La campaña concentra sus víctimas en barangays (barrios) como los que abundan en Navotas, al norte de Manila. Las chabolas de madera y uralita fueron reconstruidas por los lugareños después de que un incendio las arrasara meses atrás. Son un puñado de metros insalubres sin agua corriente que subliman el aprovechamiento de espacios con bolsas colgantes y literas.

El paisaje remite al paso de un tsunami. Alpargatas desparejadas, plásticos, troncos y pedruscos se mezclan en el lodazal. Niños semidesnudos juegan entre gallinas y perros famélicos. Los hombres se asean en la calle con cubos. Y en ese ambiente abundan las sonrisas, por esa capacidad tan asiática de mirar adelante de los que nunca tuvieron nada y sin lamentos porque la supervivencia diaria reclama toda la energía. En las puertas se lee «Dios está contigo» escrito en tiza y otros mensajes de aliento.

La planta de pescado es la única oferta laboral de la zona. María cobra entre 500 y 900 pesos (de 8 a 15 euros) por 16 horas diarias cortándolo a cuchillo mientras su marido gana unos 400 pesos (menos de 7 euros) por descargarlo. Los hijos se empleaban ahí en lo que cayera o buscaban chapuzas. Los 35.000 pesos (casi 600 euros) que cuesta un funeral son una bomba nuclear en esas economías familiares con problemas para llenar de arroz el cuenco.

En lugares como Navotas apuntaló su éxito Duterte. El barrio fue una fiesta la noche electoral. María, que había participado en su campaña, pensó que al fin un político les atendería. «Nos dijo que él había sido pobre, que nos entendía y lucharía por nosotros. Si no hubiera ganado, mis hijos estarían vivos», lamenta.

Se ha acabado la impunidad de los traficantes en Navotas, conceden los lugareños, pero la factura es muy alta. Las redadas nocturnas de enmascarados son constantes y una moto sin matrícula basta para desatar el pánico. Esconderse en casa es inútil porque los tablones no frenan a los pistoleros. «He perdido ya la cuenta de las veces que han venido este año. Quizá una veintena. La última fue anoche, hubo otro muerto. Cuando escuchamos disparos, nos metemos en casa y esperamos que acabe», señala Jocelyn Bellarmino en un barangay de la vecina Caloocan. El ciclo comprende una semana fragorosa con varios muertos y dos o tres de calma para los entierros.

Vicente, la expareja de Jocelyn, repartía pescado cuando fue sorprendido por una patrulla policial en busca de alijos en septiembre pasado. La litúrgica versión oficial asegura que Vicente y sus amigos dispararon a los agentes y estos respondieron hasta matar a los cinco. ¡Cómo iba a comprar Vicente una pistola si ni siquiera podíamos comer!, enfatiza Jocelyn. Fue enterrado a la manera local: su cuerpo recibió una inyección de formaldehído para que aguantara las suficientes semanas o meses al aire libre mientras la familia organizaba bingos y timbas de cartas entre amigos para pagar el entierro.

PARA HUIR DE LA REALIDAD / Jocelyn conoció poco después a Macario, quien trató a sus hijos y a los de Vicente por igual y se deslomaba en su triciclo para alimentarlos. Macario compraba cigarrillos en julio cuando siete tipos preguntaron a un vecino por los camellos de la zona y este le señaló a él. Recibió cinco balas antes de negarlo y Jocelyn volvió a organizar el bingo. «Vicente consumía drogas muy esporádicamente. A Macario le hice prometer que eligiera entre ellas o yo y creo que las había dejado», desvela Jocelyn con mucha comprensión por su vicio. El ubicuo y baratísimo shabu o metanfetamina es un vehículo para huir de la árida realidad y un suplemento energético para los trabajos extenuantes.

El único recuerdo que guarda María de Aljon es la ampliación de la foto del carnet de identidad que le dio el párroco para que no usara la del funeral. La fotografía, muy pixelada y descolorida, cuelga de la pared más noble de su cuchitril. No tiene ninguna de Danilo, pero María dice recordarlo claramente porque se parecía mucho a ella. Sobre una pequeña tabla ha improvisado Jocelyn un altar a Macario donde reposa su gorra, su reloj aún ensangrentado y la virgen María. Carece de espacio para los objetos de Vicente.

«Sé que los vecinos me tienen miedo, que murmuran que todas mis parejas mueren y los hombres ya no se me acercan», revela. Quiere irse, pero ignora el destino y carece de familiares. Su vida está grapada a los arrabales de Manila, donde el duelo por los hijos o los maridos se solapa y no hay tiempo ni dinero para enterrarlos a todos.