Donald Trump ha enmendado de un plumazo siete décadas de política estadounidense en Oriente Próximo. Como venía anticipándose desde hace días, el presidente de Estados Unidos acaba de anunciar el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, al tiempo que daba instrucciones para trasladar a la ciudad santa desde Tel Aviv la embajada de EEUU, una medida que, según su propia Administración, tardará años en completarse. La decisión de Trump rompe con el consenso internacional y las resoluciones de Naciones Unidas, y pone todavía más en entredicho la credibilidad de la Casa Blanca como mediadora en el conflicto entre israelís y palestinos. Quizás sea lo de menos porque ambas medidas son políticamente explosivas, una invitación a una nueva ola de inestabilidad y disturbios en la región.

«Ha llegado el momento de reconocer oficialmente Jerusalén como capital de Israel», dijo ayer Trump desde la Casa Blanca. «Esta es una medida largamente aplazada que servirá para avanzar en el proceso de paz y trabajar por un acuerdo duradero». El líder estadounidense cuestionó la actitud de sus predecesores, que desde 1995 han pospuesto una y otra vez la implementación de una ley del Congreso que insta a trasladar la embajada y reconocer la capitalidad israelí.

En los últimos días Trump ha ignorado la avalancha de recomendaciones proferidas por sus aliados. Tanto de los europeos como los árabes, que le han advertido de los riesgos que implica una decisión tan simbólica y controvertida. Turquía ha amenazado con romper sus relaciones diplomáticas con Israel. Arabia Saudí habla de «una flagrante provocación a los musulmanes de todo el mundo». Y el presidente palestino, Mahmud Abbás, ha señalado que con esa medida «EEUU abandona el papel de patrocinador del proceso de paz que ha jugado en los últimos decenios». En Gaza y algunos campos de refugiados palestinos ya han comenzado las protestas.

Sin prejuzgar el estatus final /Consciente de la tempestad que se le viene encima, Trump ha asegurado que las medidas adoptadas no prejuzgarán el estatus final de Jerusalén. Pero en la práctica, su decisión legitima la ocupación israelí del sector oriental de la ciudad y la política de hechos consumados que el Estado judío lleva décadas implementando para cambiar la demografía de Jerusalén oriental al incrustar a miles de colonos en sus barrios árabes, donde viven ya más de 200.000.

En realidad, muy pocos saben por qué ha tomado una decisión de semejante envergadura, que suena a provocación innecesaria y a regalo inmerecido a su amigo Binyamin Netanyahu, el mismo que prometió durante la última campaña electoral que, bajo su liderazgo, nunca se levantará un estado palestino. La explicación más obvia remite a que Trump estaría cumpliendo la promesa que lanzó el año pasado ante el AIPAC, el principal lobi proisraelí en Washington, y con ello, contentando a sus donantes judíos y a su electorado evangélico.

Pero hay otra posible explicación más enrevesada y especulativa. Bajo el liderazgo de Jared Kushner, su Administración está tratando de involucrar a los países árabes en una negociación de paz. Los detalles escasean, pero según el New York Times, Kushner compartió recientemente con la monarquía saudí un plan para crear un estado palestino sin continuidad territorial, sin Jerusalén como capital y con carta blanca para que Israel mantenga el grueso de los asentamientos en Cisjordania.