Mariano Rajoy, el político que hizo del dominio de los tiempos una de sus principales virtudes, ha visto cómo en solo 10 días ha terminado su carrera política. El expresidente del Gobierno ha pasado de cerrar el 24 de mayo un acuerdo con el PNV para aprobar los Presupuestos a anunciar el martes su dimisión como líder del PP después de que Pedro Sánchez lo derrocara con una moción de censura. El rey del inmovilismo, esta vez se vio superado por el tsunami político desatado por la sentencia del caso Gürtel. La corrupción ha acabado siendo el motivo por el que el expresidente perdió primero la Moncloa y después renunció a seguir liderando su partido. Pero Rajoy no se va solo por la corrupción; la sentencia llegó en un momento en que había gastado prácticamente todo su capital político, con un Gobierno amortizado y sin iniciativa, desconectado del sentir de la calle y prisionero de sus contradicciones en el conflicto catalán --donde su querencia por el inmovilismo y su estrategia de judicializar un conflicto político se han demostrado irresponsables y estériles--, la crisis que ha marcado a fuego su última etapa en la presidencia y quién sabe si determinará su legado. En este sentido, la sentencia se limitó a acelerar el desenlace.

Hace tiempo que Rajoy fiaba su gestión a la recuperación económica. Presumía de haber evitado el rescate de España, lo cual sin duda fue una buena noticia, pero lo hizo a cambio de un rescate bancario que ha acabado costando un enorme precio a las arcas públicas. Es cierto que Rajoy tuvo que lidiar con la peor crisis económica en la historia reciente, y que se va de la Moncloa con España instalada de nuevo en la senda del crecimiento, pero no gracias a un cambio del modelo productivo sino a una reducción de costes basada sobre todo en la precarización del trabajo. Rajoy coloca la reforma laboral en el haber de su gestión, mientras que para muchos españoles que no llegan a final de mes y que ven aumentar la brecha de desigualdad, es una de sus peores decisiones. Tras la crisis, España continúa instalada en la economía de bajo valor añadido, con unas aportaciones tan escasas a la Seguridad Social (fruto de unos salarios a la cola de Europa) que hacen insostenible un sistema cuya hucha el Gobierno del PP ha asaltado de forma sistemática.

Su victoria del 2015 y el 2016 impidió a Rajoy ver la tóxica relación que en la opinión pública se establecía entre el continuo goteo de escándalos de corrupción del PP y la precarización laboral y el recorte en el Estado del bienestar. Rajoy se presentaba como un abanderado del sentido común, como el garante de las únicas políticas económicas posibles bajo el auspicio de la austeridad dictado por Angela Merkel, pero en términos sociales sus Gobiernos han protagonizado una era de involución: desposeyó a la sanidad de su carácter universal, impulsó la ley mordaza, dejó morir por inanición presupuestaria la ley de la memoria histórica, asestó un golpe casi mortal a las energías renovables, encomendó a José Ignacio Wert la redacción de una de las peores reformas educativas de la democracia, actuó con pasividad ante las reivindicaciones feministas contra todas las caras del machismo y abanderó una recentralización del Estado. Todo ello explica que, llegado el momento de la verdad, el único aliado que ha tenido Rajoy haya sido Ciudadanos, el partido que quiere disputarle su electorado.

Con Rajoy fuera de escena, en el PP urge un cambio de tiempos. Alberto Núñez Feijóo se erige en el favorito en un proceso de sucesión en el que Rajoy evita repetir el dedazo a lo Aznar que lo llevó a él a la cúspide.