Visto más allá de los titulares escandalosos y del tramposo griterío de las tertulias televisivas, la verdad es que en la política española lleva mucho tiempo sin pasar algo mínimamente importante, algo que modifique la realidad presente, que es todo menos buena.

El Gobierno, los partidos políticos y los grandes medios de comunicación, cada uno según el papel que les toca desempeñar en la farsa, realizan cotidianamente el ejercicio de ocultar esa inanidad y, al tiempo, la de presentar como iniciativas políticas que configuran un debate lo que no son sino meras consignas propagandísticas tras las que no hay nada.

De vez en cuando, un caso de corrupción agita ese estanque. Pero a los pocos días sus efectos se apagan. En España la corrupción todavía no ha provocado ni un atisbo de reacción por parte del poder económico, que en última instancia, sin olvidar a los jueces, fue lo que en Italia produjo el gran cataclismo de 1992.

A la vista de tanta inanidad, cabría concluir que España es un país muy estable, que los fundamentos del poder son de una solidez que tiene difícil parangón en Europa. Por muchos sustos que hayan dado, ni siquiera los sucesivos aldabonazos independentistas han alterado el sustancial statu quo que rige el país. Los gobiernos se suceden, cambian los protagonistas, pero no las políticas. Y de la calle, por muy cabreada que esté, no llegan, hasta ahora, impulsos que alteren la paz de los que mandan. H

*Periodista