Los convocantes de la manifestación de ayer para pedir la libertad de los presos independentistas saben perfectamente que su demanda no tiene, hoy por hoy, un interlocutor pertinente. Ni el Gobierno de Mariano Rajoy ni los jueces del Tribunal Supremo podrían intervenir en ningún Estado de derecho de ninguna democracia europea. El Gobierno porque los encarcelamientos no son de su competencia. Y los jueces porque no pueden atender las manifestaciones de la calle, por numerosas y festivas que sean. La de ayer, pues, fue más bien una marcha de consumo interno para mantener la unidad independentista que solo pervive ante lo que califican alegremente como una agresión del Estado. Pero no saca ni al independentismo, ni a la mayoría parlamentaria ni, en consecuencia, al Gobierno de Cataluña del callejón sin salida en el que se encuentra desde del pasado 20 de septiembre. Se puede lógicamente empatizar, como hicieron ayer cientos de miles de personas, con unos presos preventivos que, como tanto otros de manera recurrente, sufren de un severo correctivo antes de ser juzgados y lo hacen, además, en manos de una justicia a menudo excesivamente lenta, y no siempre por motivos garantistas. Pero nadie puede esperar que la marcha de ayer altere ni un milímetro la situación judicial de los encausados.

Los procedimientos judiciales, pase lo que pase con la extradición de Carles Puigdemont desde Alemania, no van a solucionar pues el problema en el que vive instalado el movimiento independentista desde el 1 de octubre: pretende gobernar unas instituciones sin respetar las leyes que las hacen posibles.