Dentro de una semana celebraremos la Navidad. Con frecuencia lamentamos el sesgo que ha tomado, marcada por el bienestar material, el consumismo y la indiferencia religiosa. A los cristianos nos duelen los intentos de ocultar su sentido cristiano en tarjetas o adornos, la exclusión de espacios públicos de los símbolos navideños típicamente cristianos, como es el belén, y el intento de suplantar la Navidad por la fiesta del solsticio de invierno.

Y, sin darnos cuenta, ese mismo ambiente materialista y pagano va haciendo mella en los cristianos. Y puede que vayamos olvidando lo nuclear de esta fiesta grande y hermosa. En Navidad, no lo olvidemos, celebramos el nacimiento del Hijo de Dios en Belén. En Jesús, Dios se hace hombre, asume nuestra propia naturaleza humana. Y lo hace por amor a los hombres, para llevarnos a la plenitud en Dios. Ese niño débil y pobre trae la Salvación al mundo.

«Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2, 14), cantan los ángeles y anuncian el nacimiento del niño a los pastores como «una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2, 10). Alegría, a pesar de la pobreza del pesebre, la indiferencia del pueblo o la hostilidad del poder.

En Navidad, Dios viene para que todos tengamos vida, la vida misma de Dios. Celebrar la Navidad cristianamente es acoger a Jesús, que sale a nuestro encuentro en la Palabra de Dios, en la Eucaristía; es, en definitiva, dejar que Dios nazca en nuestro corazón. Celebrar la Navidad de verdad es trabajar por acoger a los hombres, especialmente a los más pobres, luchar para que todo hombre y mujer puedan vivir con dignidad, es comprometerse con toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, Celebrar en cristiano la Navidad es dar razones para vivir, alentar en la esperanza, y amar al otro sin distinción, sin egoísmo y sin interés.

*Obispo de Segorbe-Castellón