La escalofriante sinceridad con la que la madrileña Pilar García, afectada de un cáncer terminal, justifica la decisión de acabar con su vida para evitar una cruel agonía pone de nuevo sobre la mesa el interminable debate sobre la muerte digna para enfermos que quieren evitar sufrimientos insoportables o la prolongación artificial de una vida que se extingue de forma irremediable. Reglamentada ya en varios países europeos, la eutanasia -o suicidio asistido o sedación terminal- reaparece periódicamente de la mano de casos esporádicos, lo que no quiere decir que no sea una preocupación ciudadana. El número de personas que han firmado el testamento vital no ha cesado de crecer en los últimos años. Un informe del CIS señala que el 77,5% de la población es partidaria de una ley que regule el derecho a la muerte digna. Varios parlamentos autonómicos ya están trabajando en ello, pero la regulación legal sigue anclada en el Código Penal de 1995, que castiga con cárcel a todo el que coopere en el suicidio de una persona.

Esta falta de normativa debe tocar a su fin por mucho miedo que despierte en la clase política el coste electoral de estos debates. La cobardía política contrasta aquí una vez más con la madurez de una sociedad a la que no le asusta hablar de la muerte digna.