Quinientos ciclistas muertos en algo más de una década. Es un dato que no necesita añadidos para adquirir conciencia de la enorme vulnerabilidad que tienen en las carreteras españolas quienes circulan a lomos de dos ruedas que mueven por su propia tracción. El goteo de muertos es incesante -el pasado fin de semana hubo tres más, y ya son 21 este año, solo en vías interurbanas-, y las medidas que ha implantado la Administración no han dado el resultado deseable. El propio director general de Tráfico considera «insoportable» que cada semana fallezca arrollado, de promedio, un ciclista, y ha anunciado que podría pasar, entre otras medidas, por un endurecimiento de las penas. Así consta en una proposición de ley de reforma del Código Penal que presentará hoy el grupo parlamentario popular en el Congreso de los Diputados. El aumento de víctimas tiene como explicación estadística el gran auge popular del ciclismo en las últimas décadas y el consiguiente incremento de aficionados en las carreteras, no solo los fines de semana sino a diario. La actividad deportiva es un buen indicador de la importancia que una sociedad da a la salud y el bienestar. Bienvenido, pues, el boom del ciclismo. El problema surge cuando sus cada vez más numerosos practicantes deben compartir con los automóviles un espacio -las carreteras- no pensado para ambos tipos de vehículos, sino fundamentalmente para los de motor. Tienen razón los ciclistas cuando recuerdan que, salvo las prohibiciones explícitas en autopistas y algunas autovías, nada les impide circular por cualquier calzada, pero no deberían rehuir el debate que asoma sobre si convendría una reglamentación específica de las vías de comunicación y transporte que pueden usarse con fines estrictamente recreativos.