La desinformación, la falta de coordinación y de medios de las organizaciones humanitarias y las mafias son los grandes obstáculos que deben superar los miles de refugiados que huyen de la guerra -ya sea la de Siria, la de Afganistán o la de Yemen- para llegar a lo que consideran un lugar seguro, un lugar de acogida como debería ser Europa. Pero una vez llegados a territorio europeo su viaje no ha acabado. Deben superar los muros, bien físicos y burocráticos o del odio y el desprecio que genera la xenofobia creciente, cuando no la perversa asimilación de refugiados a terroristas. Las elevadas cifras nos sorprenden y alarman, pero lo que nos debería mover a reclamar soluciones dignas, son las historias, las vidas que hay detrás.

En este éxodo de dimensiones inéditas en Europa desde el fin de la segunda guerra mundial todos son víctimas, pero las hay que lo son doblemente. El número de menores refugiados se ha triplicado en los últimos cinco meses y muchos de ellos viajan solos. Estos niños y adolescentes deberían ser objeto de la máxima atención, porque la interrupción de su educación y las secuelas físicas y psicológicas que arrastran dejarán profundas heridas en su vida adulta. Si la guerra les ha robado el presente, al menos que no les falle el futuro.