Hemos vivido en estos primeros días del año la asombrosa salida de Carlos Fabra de su jaula dorada empresarial. Se ha producido el retorno del auténtico Fabra, del fabulador, del mago capaz de vender humo envuelto en papel de celofán, embaucando a su auditorio. Lo de menos es que él obtenga su “merecido” beneficio personal; lo interesante es que los embaucados se crean felices viéndole crecer y volar, como niños con una pompa de jabón.

Aceptemos que volver a salir a escena para contar que tiene una oferta de compra del aeropuerto por un importe de 200 millones tiene su mérito y necesita valor. Algunos creyeron en la buena fe de su intervención. Era suya la iniciativa, su dinero le costó, su institución lo amparó, sus empresarios aliados lo creyeron. Es lógico que quiera hacer creer ahora que su gestión ha sido beneficiosa, que ha ganado dinero. Es normal por tanto el secretismo, llamémosle confidencialidad empresarial, para que no revele siquiera la identidad del comprador, ni de donde saldrán los mil puestos de trabajo anunciados, ni las otras múltiples ofertas existentes. Se cree con derecho a no dar explicaciones, escondiendo la mitad de cosas y diciendo medias verdades de las restantes.

Solo el coste de las instalaciones, los terrenos y las indemnizaciones bordean los 150 millones. Se ha gastado ya otros cincuenta, con la alegría que lo caracteriza, repartiendo prebendas, publicidad, comidas, viajes y salarios. Pero al conocer que solo 100 millones de la cantidad anunciada correspondían a la compra de la instalación y los otros 100 a cuenta de futuros y soluciones de errores y parches de la actual, entendemos que perdemos en realidad cien millones de euros. No ganamos nada.

Luego hemos sabido que el entorno de la instalación, expropiado en su día por la Diputación Provincial a precios irrisorios como suelo rústico y que posteriormente cedió a Aerocas hasta completar los cinco millones y medio de metros cuadrados, entra también en el lote. Pero se expropió a precio rústico, y se vende al inversor libio-fabrista como terreno ya recalificado terciario e industrial. El “timo” tan político-empresarial de comprar a los propietarios terreno rústico y venderlo como industrial. Vaya, vaya, ahora se confirma que el negocio podía estar más en un complemento de la instalación, que en la construcción y en el funcionamiento de la misma.

El aeropuerto del abuelo, que era el de las personas, como dijo con clarividencia junto al mago Camps el día de su grotesca inauguración, va a centrar su explotación en los negocios complementarios, en las cargas y en los mantenimientos, y si queda algo de espacio despegará un avión de vez en cuando. ¿Qué dirán ahora Montero y los empresarios de la CEC que llevan elogiando la preclara idea de Fabra, afirmando ser de absoluta urgencia para el despegue turístico de Castelló?

Su discurso es la constatación del fracaso de la paternal protección del cacique provinciano, que con su juguete, ha conseguido que en dotaciones públicas de infraestructuras seamos la última provincia del país: sin autovía gratuita para ir al norte de la provincia, sin regasificadora, sin apoyos a la industria manufacturera, con la energía más cara del entorno, sin conexión ferroviaria para las mercancías. Sin voz ni peso, sin credibilidad en las instituciones de Gobierno, ha consentido la pérdida de las intuiciones financieras castellonenses, o el desastre de la Sociedad de Garantía Recíproca. Una provincia abandonada por la falta de seny de su dirigente máximo y el silencio cómplice de sus compañeros de viaje. H