El viernes, 30 de enero de 1948, moría vilmente asesinado por un fanático, Mahatma Gandhi (1869-1948), uno de los grandes pacifistas de la historia moderna que hizo de la paz y de la renuncia a la violencia (ahimsa) su lema de vida, aunque su ejemplo no haya sido seguido por todos. Quizá por aquello que decía Kant, hace ya dos siglos, de que “la paz no es el estado natural del hombre y, en consecuencia, debe ser instaurada”, y pese a que, como añadiría Einstein, “el mundo necesita paz permanente y buena voluntad perdurable”. Y en eso estamos.

No obstante, la violencia que ha rodeado al ser humano desde el cainismo primigenio, la búsqueda de la paz, no es cosa nueva: el pensamiento hindú (jainismo, budismo o personajes como Tagore o Gandhi), el pacifismo europeo (Comenius, Juan Luis Vives, Rousseau, Kant), el cristianismo... constituyen ejemplos de esta búsqueda en favor de la convivencia humana. A ellos han sucedido los movimientos pedagógicos actuales, la constitución de la ONU o la creación del Día Internacional de la No Violencia y la Paz por Llorenç Vidal, conmemorado, justamente, en esta fecha del aniversario de la muerte de Gandhi.

“No hay caminos para la paz: la paz es el camino” decía Gandhi. La paz, la eirene griega, hermana de la justicia. Y no menos explícito es el Sermón de la Montaña donde Jesús dice: “Bienaventurados los que promueven la paz”. Pese a ello la paz, sin ser una utopía, es una posibilidad difícil de lograr, pero no imposible. Educar para la paz es ya un primer paso; y un largo camino, como afirma el proverbio chino, comienza por un primer paso. Desde la escuela hasta la vida universitaria debería promoverse seriamente esta sensibilización.

Porque la paz tiene una dimensión antropológica, como es obvio, y es al ser humano a quien están dedicados todos los esfuerzos para lograrla mediante la educación. Impulsos como los de la Asamblea de la UNESCO ya en 1974 son documentos clave para considerar de absoluta necesidad educar en este sentido. Sus recomendaciones son claras: eliminar tensiones en todos los ámbitos, mostrar respeto, fomentar la comprensión entre las diversas culturas y la convivencia, desarrollar la comprensión crítica, crear un clima favorable en los centros escolares, eliminar discriminaciones, etc.

Y más que educar para la paz --o junto a ello-- crear una cultura de paz, cuya proclamación se produjo en el año 2000. En dicha proclamación se propugnaba también la educación para el desarrollo activando las actitudes favorables a la cooperación internacional, la transmisión de conocimientos, desarrollo de aptitudes y formación en valores. Donde no hay desarrollo difícilmente puede instalarse la paz.

Kant propugnaba “la paz perpetua”, con cierto optimismo y racionalismo ilustrado, hasta eliminar las guerras, hacerlas inviables. Consideraba, y esperaba, que se crease un orden jurídico en el que la guerra fuera tenida como algo ilegal como ocurre dentro de los estados federales: ofrecer condiciones adecuadas para evitar la guerra entre los pueblos, instaurar relaciones pacíficas entre ellos. Al final, recordando la cita evangélica, afirmaba: “Buscad ante todo acercaros al ideal de la razón práctica y a su justicia; el fin que os proponéis --la paz perpetua-- se os dará por añadidura”.

Un autor, cuyo nombre no recuerdo ahora, decía, más o menos refiriéndose al filósofo: “¿Será posible la paz universal cuando las relaciones económicas sean mutuamente enriquecedoras para todos y no tan disimétricas como las actuales?” Y esto me recuerda aquella anécdota que se atribuía a Cicerón, primero, y a San Agustín, después, y que ignoro si Kant la conocía. Al ser apresado un pirata, Alejandro Magno le recriminó: “¿Qué te parece tener sometido el mar a pillaje?” A lo que el pirata, sin cortarse, le respondió: “Lo mismo que a ti el tener el mundo entero. Solo que a mí, como trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador”. Aviso para navegantes. H