La corrupción es uno de los mayores males de las sociedades contemporáneas. No porque no haya existido desde tiempos inmemoriales, sino porque, afortunadamente, los niveles de exigencia ética de los ciudadanos son hoy superiores y eso pone el problema en un lugar destacado. Y también porque la imparable globalización de la economía implica, junto a evidentes factores positivos, la contrapartida de que la opacidad y las irregularidades financieras tienen en el siglo XXI mucho más volumen que en el pasado. Para combatir la corrupción, el Parlamento Europeo se dispone a aprobar una norma que proteja a quienes denuncien anónimamente irregularidades en empresas o en el sector público. Es un paso más en la dirección que ya han emprendido varios países -España entre ellos, aunque quizá pueda sorprender-, y tiene por objetivo conocer no solo anomalías estrictamente financieras, sino también en medioambiente, salud, seguridad, consumo y uso de datos personales, entre otros aspectos de diversa índole.

La cultura de la denuncia anónima no está muy extendida entre nosotros, y aún se asocia con demasiada frecuencia a algo que resulta tan mal visto, con razón, como la delación. Pero defender la salud social colectiva mediante la revelación de (presuntas) anomalías no puede ser considerado actuar como un soplón, siempre que se certifique que quien da ese paso no lo hace movido por un interés personal o para perjudicar sin base a terceros. Lo contrario se parece demasiado a la omertà mafiosa.