En nuestros días, en este siglo XXI de pertinaz crisis y de inmoral ensanchamiento de las distancias entre ricos y pobres, pocas instituciones pueden resultar más anacrónicas que la aristocracia. Y más si hablamos de una estirpe española, la Casa de Alba, vinculada con otra británica que amasó una fortuna incalculable entre los siglos XV y XXI a partir de grandes fincas, inmuebles, palacios y obras de arte. Pero Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, que murió ayer en Sevilla a los 88 años, ha sido un personaje tan singular que ha trascendido a su clase. La mujer que tuvo más títulos nobiliarios del mundo -llegó a ser 20 veces grande de España- ha vivido una existencia fuera de normas y, sin duda, impropia de su clase. Una vida, como se suele decir, de película.

De ahí que la duquesa de Alba haya despertado siempre gran empatía entre la gente -propia de otros tiempos y que ya se ha manifestado en Sevilla las horas posteriores a su fallecimiento- al lado de voces que denunciaron su condición de terrateniente. Pero la duquesa siempre se guió por el lema Vive y deja vivir, como explicó en su autobiografía, y lo llevó hasta las últimas consecuencias. La nobleza española pierde a su rostro más reconocible, como lamentará la prensa del corazón.