Las cifras de la cruzada antidroga en Filipinas resultan tan abrumadoras que es imposible no dar la razón a quienes hablan de crímenes contra la humanidad o de ejecuciones extrajudiciales. El país asiático se ha convertido en un reguero de sangre desde el acceso a la presidencia del exfiscal Rodrigo Duterte hace año y medio. Casi 4.000 personas, presuntos consumidores y traficantes, han caído a manos de la policía, otros 2.000 han muerto en crímenes relacionados con la droga y unos miles en circunstancias no aclaradas. Los derechos humanos son papel mojado para el dirigente filipino impulsor de una populista cruzada con beneficios electorales y sin efectividad real. La política de Duterte ataca al eslabón más débil, el más fácil de abatir, y ese rosario de víctimas es revelador de que no da el fruto esperado. La percepción de más seguridad tampoco crece en un país que está azotado actualmente por la violencia.

Solo una decidida oposición interior, hoy nada factible, podría poner freno a este autoritario y sangriento ejercicio del poder. Filipinas no forma parte de la agenda internacional y, por ejemplo, ante la demanda de expertos de las Naciones Unidas -hace más de un año-, Duterte amenazó, con una bravata más: sacar a su país del organismo. A mediados de noviembre, recibió además el plácet de Trump en una cumbre en Asia. El aumento de las negras estadísticas va camino, por lo tanto, de ser directamente proporcional al funesto hecho de que no se respeten derechos elementales en el archipiélago.