Más de 150 muertos es el balance de tres atentados perpetrados en una semana en Kabul, una ciudad de cinco millones de habitantes que debería ser una de las más seguras del mundo tras años de convulsiones violentas que han obligado a levantar muros de seguridad por todas partes, convirtiéndola supuestamente en una fortaleza. El último atentado, el de ayer lunes, tenía por objetivo una academia militar cuyos cadetes ya fueron objeto de otro ataque el pasado octubre. Se discutirá sobre la autoría de la última agresión, si ha sido obra del Estado Islámico o de los talibanes, pero lo que parece fuera de toda duda es que estos atentados ponen en flagrante evidencia el fracaso absoluto de la política de Occidente en aquel país.

La invasión lanzada por EEUU en el 2001 tras los atentados del 11-S para capturar a Osama bin Laden no consiguió ni la captura de su instigador ni la derrota de los talibanes. Fueron desalojados del poder, pero ahora vuelven a controlar grandes zonas del territorio y se permiten atacar en la capital poniendo al descubierto importantes brechas de seguridad, a unos servicios de inteligencia ineficaces y a un Gobierno incompetente presidido por Ashraf Ghani.

EEUU y la OTAN han ido retirándose de Afganistán, pero el pasado año tanto la Alianza Atlántica como Washington aumentaron sus efectivos. Donald Trump cree posible una victoria militar, lo que evidencia su desconocimiento de la historia, de la estrategia y de la política. A lo largo de los siglos Afganistán ha demostrado ser un país tan desestructurado como impermeable a la injerencia extranjera. En el siglo XIX el imperio británico se estrelló dos veces intentando conquistarlo. En el XX, el fracaso de la URSS marcó el principio del fin del imperio comunista. En el siglo XXI Occidente no ha podido o sabido imponer una estrategia capaz de evitar que el país se convierta de nuevo en refugio de terroristas y de defender a la población civil, y en particular a las mujeres, de la barbarie de unos fanáticos. A falta de estructuras, la sociedad civil descansa en buena parte sobre la labor de las oenegés, que cada vez tienen mayores dificultades para desarrollar su trabajo ante los avances de los insurgentes y los ataques a la capital mientras se frena el retorno de los refugiados. Un fracaso en toda regla.