Hace tan solo unos días dos huracanes sembraron de destrucción la zona del Caribe y del sureste de Estados Unidos. Primero fue el Harvey y después el Irma, que golpearon la zona con menos de dos semanas de diferencia. Texas y Florida fueron los dos estados de la primera potencia mundial que se vieron más afectados. De allí nos llegaron imágenes de inundaciones y de vientos huracanados que se llevaban por delante árboles y viviendas. De alguna manera remitían al terrible efecto del Katrina en Nueva Orleans en el 2005. Mientras Estados Unidos está en condiciones de atemperar las consecuencias de los huracanes, en la medida de lo posible, son siempre mucho más graves cuando afectan a zonas más vulnerables y pobres. Es el caso de las islas caribeñas, y no solo de las más pequeñas, también de la República Dominicana, Haití y la propia Cuba, un país preparado por su política de protección civil y de prevención de desastres. Y algunas de estas zonas vuelven a verse ahora amenazadas por un nuevo huracan, el María, que vuelve a llevar la incertidumbre a las islas del Mar Caribe.

La prevención se revela capital para intentar paliar unos desastres que se seguirán produciendo. Pero hoy es también una evidencia científica que su gravedad y dimensiones están ligadas al cambio climático. Las mentes obtusas de los negacionistas han encontrado, por desgracia, un aliado en Donald Trump, que no dudó tras su elección en retirar a EEUU del acuerdo de París. Fue aquel un paso adelante para combatir el calentamiento global. Ese paso deberá ir acompañado de urgentes medidas porque el tiempo se agota. Con o sin Trump.