Hace doscientos veintiún años, el tercer domingo de Cuaresma fue un veintisiete de marzo. Y tres días antes el gobernador de Castellón promulgó un bando en el que se marcaban normas sobre el comportamiento a seguir durante ese día.

Con la Semana Santa en puertas, el edicto empezaba hablando de las procesiones que estaban a punto de llegar. de penitentes y de empalados que, tal como quedó escrito, “eran causa de asombro, confusión y miedo para los niños y las mujeres”.

Con todo, aquel jueves veinticuatro la preocupación se centraba en lo más inmediato. Es decir, en lo que pudiera suceder el domingo siguiente a partir del anochecer, cuando la procesión de retorno de la Magdalena entrara en la villa.

Hacía ya tiempo que los desfiles nocturnos inquietaban a las autoridades porque constituían “una sentina de pícaros y gente joven que se valía de las tinieblas”. Un miedo razonable, ya que todo ello tenía lugar en una población en la que, sin alumbrado público y abarrotada de gente, sin duda podían surgir problemas. Y serios.

Además aquella fecha, al parecer, era especial. Tanto como que ese día, según se expresa en el bando, “las mujeres de todos los estados y niñas hasta la hedad de nueve años, con el disfraz de Magdalenas, y solo por un efecto de puro disimulo” llenaban las calles.

Todo hace pensar que el jaleo sería mayúsculo. Y aquellas mujeres, de las que se decía que la visión de un empalado podía llegar a confundir y atemorizar, lograban participar activamente. Aunque para ello hubieran de vestirse de Magdalenas penitentes. Todo ocurría, ya se ha dicho, hace más de dos siglos. H